jueves, 16 de abril de 2020

ESCUERZOS


Era uno de esos festejos de cumpleaños en los que se juntaba mucha gente por obligación y se llenaba todo.
 Y ni siquiera se podía bailar en el patio porque justo después de acabar el asado, se descargó una lluvia torrencial.
Metidos bajo la galería, pasando la jarra de vino o destapando cervezas, la tormenta volvía melancólicos a los festejantes.
 Y empezaron a rodar los cuentos.
Arrancó la Kuky.
Contó que a la edad de nueve años su abuela ya la llevaba,  junto a hermanas y  primas, a juntar la alverja’.

Solía acompañarlas un viejo que no era muy querido de las ‘alverjeras’. Acarreaba los canastos vacíos, llevaba los llenos a la balanza y les tocaba el culo al pasar o se fregaba la entrepierna mirándolas con ojos desorbitados. Se había ganado el mote sentimental de “el baboso”, aunque todos lo conocían por Carraspera.
Un lunes Carraspera no apareció. El capataz preguntó si alguien lo había visto y la abuela de la Kuky respondió que no lo esperaran hasta la próxima tormenta. Lo dijo con la mayor seriedad y siguió con sus labores. ‘Y eso por qué’, quiso saber el capataz. La vieja tardó en responder porque era así, un poco misteriosa y medio retobada. ‘Eso porque en la tarde del domingo lo han visto al Carraspera obrando sanamente en medio del campo y un escuerzo se le colgó de las bolas.’ Así nomás lo dijo y toda la ‘alverjería’ largó la risotada. 
Sabido es que si un escuerzo se prende de una parte cualquiera de una persona, hay que esperar las lluvias para que se suelte solito.
De surco en surco, corrió la novedad:
— “Carraspera” anda con un escuerzo prendido de las bolas.
—Eso le pasa por cochino, por andar cagando en campo abierto.
—Ahora que se la frote a ver cómo le sienta.
Pasaron los días y las lluvias no llegaban. Carraspera tampoco. Y pronto, con tantas cosas en qué pensar, se olvidaron de él.Hasta que el capataz llegó una mañana con la noticia: el Carraspera estaba internado en el Hospital del pueblo vecino, operado de los testículos. 
 —Exagerados los médicos, si bastaba con esperar que tronara y lloviera para que el escuerzo se desprendiera, opinó la abuela de la Kuky y todas asintieron. Lo que no se supo en la alverjería es que el Carraspera se había ido de bailanta y se había emborrachado a lo bruto ese domingo después de que se lo viera evacuar en pleno campo. Como era su costumbre empezó a molestar a las mujeres con sus manos y sus gestos y se lo llevó la policía.
Un ‘machado’ en el calabozo en día festivo se lleva en el lomo toda la bronca policial de la semana. Lo molieron a patadas, entre las que no menguaron las directas a los cojones, y lo dejaron allí tirado “pa que aprendiera”.
Una semana después deliraba de fiebre y todavía medio roto por la paliza se fue a la guardia del hospital. Vaya a saber qué porquería le descubrieron, el caso es que lo operaron de urgencia y le arrancaron los cojones.
—Y nosotros culpando a los pobres sapos y esperando a que la lluvia hiciera sus sanaciones, reflexionó la Kuky y le dio un trago a la cerveza, esperando las reacciones.
—Habría que ver si no fue cosa de escuerzos lo de ese hombre, caviló el Torito, escéptico frente a los diagnósticos médicos. Es sabido que cuando se prenden de una persona le van chupando los jugos esenciales. Tal vez fuera eso lo que le levantó la fiebre. Acompañado de la paliza, claro…
Todos murmuran apoyando la hipótesis. Don Gina, que parecía medio adormilado, aclaró que él ‘no sabía que los escuerzos querendones sólo se desprendían cuando había tormenta’.
—Cuando hay tormenta no, tiene que ser con truenos. Es el sonido de los truenos el que los hace abrir la boca y caer. Eso, nadie en la mesa lo sabía, salvo el Gringo, que tenía una abuela que lo había visto todo y por eso podía contar lo que sigue:
—Un tal Freitas, catalán el hombre, supo andar toda una temporada de seca con una mano enorme siempre vendada. Decía que se le había prendido un escuerzo del dedo gordo mientras pescaba anguillas. Y como  no quería impresionar a las niñas, lo llevaba así, tapado. Pero si uno miraba bien, veía el latir de la panza del bicho bajo los trapos. Era cliente del almacén de Don Juan y mientras duró la seca, le compró al fiado. No podía echar mano al bolsillo, decía, hasta la siguiente tormenta con truenos y relámpagos.
Una risotada festejó la ocurrencia, muy oportuna. 
Aunque no tanto como el estruendo del rayo que cayó enseguida.
Todos callaron.
 ¿Habrán abierto la boca los escuerzos para liberarse de esos huéspedes al que su instinto incomprensible los había ligado?
Mientras arreciaba un nuevo chaparrón, la Kuky recordó que después de que al Carraspera lo dejaran sin huevos, sus hermanos nunca más fueron a cagar a las vías del tren por las noches. 

— No es para tanto,  aclaró el Gringo,  por culpa del calentamiento global, ya ni se ven sapos venenosos, ni de los otros tampoco. 
—A no ser esos que tienen forma humana y corazón de escuerzo,  acotó el Torito. 


martes, 14 de abril de 2020

ZDRADLIWY


Mi abuelo era polaco. 
Vivió hasta los noventa y tres años en el Chaco argentino sin decir ni una sola palabra en español. 
Hablaba alemán, ruso, un poco de inglés y aprendió a conversar en wichi  con un cacique. Pero nada de español. Nunca.
Se lo juró la noche de su primera decepción en estas tierras. 
Jamás hablaría “esa lengua maldita y traicionera de truhanes y mentirosos”.
 La culpa la tuvo una palabra quechua: pampa.La única que memorizó al embarcar con su pequeña fortuna y su decisión de seguir con su vida de noble rural lejos de las eternas guerras polacas y las no menos sempiternas invasiones rusas.
Lo único que sabía al partir, era que debía comprar tierras en la pampa.
 Nunca imaginó que un vocablo tan simple lo traicionaría.
Desembarcó en Buenos Aires en enero de 1925 y lo agobió el calor repentino. Había salido de una Europa nevada, de un puerto clandestino donde no se podía encender fuego. Antes de eso, había visto morir a toda su familia padres, abuelos, hermanos enterrados en un gran refugio subterráneo construido por sus antepasados para épocas de rebeliones campesinas, pogromos y guerras de fronteras. Ese refugio siempre le había parecido una gran tumba familiar. 
Finalmente, lo fue.
Se salvó porque decidió no morir allí. 
Odiaba aquél lugar oscuro y húmedo que se ofrecía como salvación y parecía la boca del infierno. Algunos murieron de hambre, otros de frío. Al final, ni siquiera los sacaban fuera para que los comieran los lobos, por miedo a que los encontraran. Los amontonaban en un rincón y los tapaban con bolsas empapadas en combustible para evitar que el olor los delatara filtrándose por algún resquicio.
Cuando quedó sólo el último en morir fue su hermano gemelo, que le pidió que huyera, salió con la valijita donde estaba todo el patrimonio familiar en oro. Los papeles moneda no valían nada, pero al menos sirvieron para pagar a otros tan hambrientos como él que le ayudaron a alejarse de allí. 
Un campesino, antiguo siervo de la familia, incendió el refugio sin mirar adentro.
Buscó el puerto clandestino por el que partían todos los nobles polacos que habían logrado huir de los rusos y alemanes y subió a un barco con su abrigo de piel y su valijita. 
Un mes después bajó sin abrigo y sin valijita. 
Previendo que las perdería en la tercera clase donde se hamacó a través del océano, había desparramado su oro en bolsitas de tela que colgaban por dentro de sus pantalones y su camisa. Así buscó  alojamiento en los barrios pobres de la muy calenturienta ciudad de Buenos Aires. 
Le gustó, pero él era hombre de campo.

A poco de andar por allí, de tener “papeleta”, ropa nueva, zapatos y sombrero, empezó a frecuentar los billares para aprender el idioma y las costumbres. En uno de esos cafés escuchó por primera vez la palabra pampa.  De a poco, con desconfianza se fue arrimando a esas mesas donde se hablaba de campos, vacas y dinero.
Una tarde de marzo le ofrecieron unas hectáreas en Pampa del Infierno por un precio irrisorio. Decían que el gobierno estaba entregando esas tierras a colonos extranjeros y por eso eran baratas, aunque costaban casi todo lo que le quedaba encima. Si no se decidía, quedaría sin fondos y tendría que conchabarse en el puerto para comer y pagar la pensión. 
Mientras pensaba en esas cosas, alguien deslizó que en esas pampas había una colonia polaca con muchachas rubias y gruesas esperando casarse.

Un mes después bajó del carretón  que lo trasladó a su chacra
El ‘agente del gobierno’ que lo esperó en la estación y lo acompaño al lugar papeles en mano, le señaló los límites de su propiedad y le indicó que tuviera cuidado con los  indios’ que merodeaban por allí.
Era, sin dudas,  una pampa extensa. Sin agua, calurosa, cargada de vientos locos, bañados y mosquitos. 
Bien del Infierno.
Tardó una semana en resignarse a su suerte. 
 Dormía bajo un árbol que le escupía* todas las noches y de día se sentaba a pensar cómo volverse. Después, buscó como pudo la colonia polaca. Allí logró que una mocosa de quince años le sirviera de intérprete y un buen paisano le ayudó a construirse un rancho y comprar algunas herramientas de labranza.
También le presentó al cacique de un pueblo toba que vivía en el monte lindero y que solían trabajar para los blanquitos a cambio de poco más que la comida. Sellaron un rápido acuerdo usando a la chiquilla de lenguaraza. Él, como noble que era, les daría  protección frente a las autoridades, un lugar para vivir en su tierra y algunas vituallas, a cambio de la fuerza de trabajo de la indiada. Se sintió satisfecho por primera vez desde que llegó a la América: volvía a tener siervos como en Polonia. 
La tierra aquí era feraz, no nevaba, el calor y los mosquitos eran implacables, pero las costumbres feudales eran las mismas.
Tres años después tenía su farma cercada y sembrada, los animales en sus corrales y el ranchito levantado. La intérprete ya era mayor y se convirtió en su esposa, tras largo cortejo en toda regla. Ella hablaba polaco, español y wichi. Además cocinaba sabroso y era bonita. 
Con el tiempo llegaron los hijos, las obligaciones escolares, los noviazgos, las elecciones, el progreso. La vida fue pasando y la chacra fue llenándose de mejoras, pero los hijos buscaron su vida en las ciudades y la indiada se desperdigó a causa de las enfermedades, los reclutamientos forzosos, las migraciones. 
Sólo los viejos quedaron en la Farma: mis abuelos, el cacique y sus mujeres y un par de peones achacosos.
Por las tardes, se reunían bajo un árbol que no escupiera a conversar un poco en wichi y otro poco en polaco. Fumaban en paz y luego cada quién se iba a sus cosas. Jamás rompió el juramento que se hizo en una de esas primeras noches bajo el árbol escupidor de la Pampa del Infierno. Nunca pronunció una palabra en español.
Ante la necesidad un médico, un accidente, una autoridad que interpelaba recurría a un intérprete. Cualquiera en los pagos sabía que podía entender perfectamente lo que se decía, y que no hablaría en idioma nacional.
Mi abuelo murió un mes después que su amigo ‘toba’.  
Están enterrados juntos bajo el árbol escupidor.
Las tierras se fueron vendiendo,salvo ese pequeño predio donde está la casa derruida y las tumbas con sus lápidas:
“Ni una palabra de español,  rezan ambas. 
En polaco y en un guaraní un poco raro.


Esta historia me fue transmitida hace muchos años, por Luciana P. , de origen polaco por ambas ramas de su familia. Me pareció siempre maravillosa y le solicité autorización para escribirla. Tal vez merezca una novela, una cuento mejor, pero quiero al menos dejar el relato de los hechos tal como me fueron narrados por si alguno se le anima a más.  Gracias Luciana.

Notas:
Zdradliwy (polaco): traicionero
Pampa:vocablo quechua o aimara que puede traducirse como  ‘llanura’, también pradera hierbosa. Se usó en forma genérica para señalar enormes extensiones llanas en Amércia de Sur. 
Pampa del Infierno:actual localidad de la Provincia del Chaco, antiguamente paraje dentro del departamento de Napalpí. Allí en 1887 un grupo de pobladores se arma para sostener la usurpación de tierras realizada contra pueblos originarios, principalmente quomlek, dando lugar a la intervención del ejército. Fue durante esta campaña que recibe ese nombre, debido a la falta de agua, el calor y las condiciones extremas del lugar. Entre 1924 y 1927 se inicia la colonización por decreto, destinando 54.000 hectáreas a colonia agrícola. Todas estas medidas eran las que sostenían confusiones, engaños y ventas legales como ilegales de tierras a los inmigrantes.
Árbol que escupe:se refiere a la tipa o tipuana tipu.
Farma:Granja, chacra

sábado, 11 de abril de 2020

DIOGENES Y LA CORVINA


(Un cuento de las orillas del mar argentino dedicado a mis vecinos Mingo y Enrique, Q.E.P.D.)

Diógenes caminaba por la playa un día de esos en que sopla el viento del norte y las nubes van y vienen preparando tormentas memorables.
Iba pensando en las cosas de este mundo cuando encontró sobre la arena húmeda una corvina tan pequeña que parecía una mojarrita. Notó que aún se movía. La tomó por la cola y la arrojó dentro del mar lo más lejos que su flaco y viejo brazo pudo alcanzar.
Siguió su camino sin conseguir evitarse sus habituales especulaciones: que si la fuerza del tiro, que si la brisa excesiva, que la caída violenta contra las olas… ¿Y si en su afán por salvarla había acabado con la pobre corvinita? ¿Y si era demasiado pequeña para sobrevivir en las aguas turbulentas del sur? ¿Y si una mano divina la había depositado en la playa por alguna razón misteriosa?¿Y si él, Diógenes, un nadie, un hombre común de la costa, había interferido en las cosas de Dios?
Cien pasos más adelante, el sol apareció entre las nubes y Diógenes se inventó un fugaz consuelo para disfrutar del día: ¿y si la corvinita hubiera estado condenada a ser alimento de un pez mayor que merodeaba por allí y el Divino Hacedor, viendo que Diógenes venía  en camino, la había arrojado a la playa seguro de que él la devolvería al mar cuando el predador ya se había alejado en busca de otras presas? Era una forma misteriosa de darle al joven pez una oportunidad de crecer y hacerse fuerte.  ¿Acaso no son siempre así de insondables los caminos del Destino? ¿Quién puede conocer sus vericuetos?
Quinientos pasos más y estaba frente al Muelle Privado del Club de Pesca. Sus preocupaciones metafísicas habían cambiado de rumbo y se centraban en el precio del boleto de ingreso, un tanto excesivo para un pescador que vivía de lo que su diestro ojo y su rápida mano eran capaces de proveerle. De ese lóbrego pensamiento pasó a otro más prosaico: ¿era conveniente encarnar con camarón o con almeja en aquella época del año? 
La vida era decididamente misteriosa en toda ocasión y eso lo obligaba a pensar demasiado.
El cielo volvió a nublarse y Diógenes decidió regresar a casa antes de que la tormenta se lo llevara junto con los mil diablos que había venido a buscar para desparramarlos en el océano profundo. Cuando le faltaban apenas tres cuadras para llegar, se desató el diluvio y Diógenes llegó empapado. 
Así era su vida siempre: una sucesión de calamidades.

Muchos días, tormentas y discusiones sobre precios y carnadas pasaron en la ciudad costera desde aquella mañana.
Diógenes no era hombre afecto a los recuerdos,  menos a contar el tiempo transcurrido entre una cosa y otra. Por mucho que lo pensara, no podía explicarse para qué sirve medir algo tan fugaz e inexorable. ‘Si nadie puede detener el tiempo y nadie puede acelerarlo ni volverlo atrás, ¿para qué perderse en cálculos inútiles?’, suele decir en el boliche del puerto cuando le preguntan qué hora es. No sabe y no le preocupa averiguarlo. 
Por eso tampoco puede decir a ciencia cierta cuántos años tiene.
Pero volvamos a este nuevo día que llegó finalmente, mucho, mucho tiempo después de aquél en que Diógenes arrojara al agua la corvinita y se empapara con el agua del cielo.


Pinta soleado, con algunos nubarrones y vientos del norte. En la primavera, esos indicios pueden traer tormentas, pero más que nada traen  muchas y enormes corvinas a la costa. Todo optimismo, parte Diógenes en busca de su almuerzo. Es tanto su entusiasmo y su fe, que carga el balde más grande que posee y lleva carnada variopinta (camarones, almejas, lombrices,  pasta de pan preparada por él mismo) para no errar. Agrega un par de líneas y anzuelos de repuesto, por si resulta mucha la pesca o muy grandes los peces. Eso es tener esperanza…
Pasa de largo el Muelle Privado del Club de Pesca, donde se amontonan los que se quejan por el precio de la entrada durante el
año y luego lo pagan en primavera. Camina por la playa hacia el medanal solitario donde el mar entra y forma canales de agua tibia. Allí les gusta descansar a los peces de sus largas travesías por el río. Este lugar tranquilo es además gratuito.
Dos veces arroja el anzuelo y ya siente el tironeo de la tanza a punto de cortarse. 
 ‘Es un gran pez’, se dice Diógenes. ‘Es uno muy grande y debo ser cuidadoso’
Y después de mucho maniobrar con mano experta, aparece una corvina enorme, casi tan alta como el propio Diógenes —que en realidad siempre ha sido bajito—.
Con cuidado quita el garfio de la boca, mientras la mira a los ojos chuscos y, con todo respeto y formalidad, le anuncia que ha llegado el final de sus días. Para hacerle más grato el triste momento, elogia su belleza, su gran tamaño, dice que ya se ve mayorcita y que no lo tome personal, pero debe sacrificarla para sobrevivir unos días más: así es la vida,  lo mejor es aceptar sus leyes.
Para su sorpresa, el pez agonizante le sonríe con una mueca torpe como sonrisa de corvina.
Diógenes se asombra, luego duda de sí, ¿vio lo que vio?
Todavía incrédulo escucha: la pescada le habla.
Hombre, Diógenes, ¿no me reconoces? Ya nos hemos visto antes. Y tengo una deuda de gratitud que me alegra poder pagar. ¡Chist,  no me interrumpas que me estoy muriendo! Yo soy la corvinita aquella que tiraste al agua hace mucho, ¿te acuerdas? Estoy muy agradecida contigo porque desde entonces he tenido una vida llena de sucesos memorables: he dejado miles de huevos depositados por allí y  cumplí casi todos mis sueños gracias a tu decisión de aquel día. Así que no te preocupes,  me alegro de morir en tus manos. Ojo, no es que tenga ganas de morir, pero ya que la hora ha llegado, mejor que sea para tu bien, devolviéndote lo que alguna vez hiciste por mí. ¿Cómo es tu apellido Diógenes?”
Gómez”, balbucea aunque suene ridículo en estas circunstancias. ¿Qué puede importarle su apellido a una corvina a punto de morir?
“Diógenes Gómez, desde hoy ese será el nombre de dios para mí. Eres el que da la vida y la quita, Diógenes Gómez, mi señor. ¡Salve!”. Y expiracomo suelen expirar los peces antes de volverse pescados, con mucho aleteo y retorcijón. Diógenes apenas alcanza a decir “Amén” mientras unas lagrimitas se descargan por sus mejillas arrugadas. Por un rato se queda velándola, pero se da cuenta que se ha llenado de gaviotas amenazantes alrededor y el sol empieza a calentar demasiado: puede corromper sin quererlo la carne magnífica de su feligresa.



Por supuesto, no la carga en el balde, le parece una falta de respeto. Además, no cabe en él. La lleva al hombro todo el trayecto hasta su casa.
Los que lo ven pasar, le obligan a detenerse para admirar el tamaño de su pez. Diógenes apenas puede responder a las preguntas. El esfuerzo le consume el aire y su cabeza aún divaga en la conversación con la corvina: ‘¿Por qué hablaba como si hubiera salido de una película doblada en Centroamérica? ¿Será cierto que pudo cumplir todos sus sueños en una sola existencia? ¿Con que puede soñar una corvina?’
Más tarde, mientras la descama, la destripa, la despina, la troza y organiza en bolsas las piezas que guardará en el congelador para días venideros, se pregunta si será capaz de ser una divinidad a la altura de las circunstancias. No encuentra respuesta.
Cuando mete en la olla lo que comerá ese día y el siguiente, se consuela: no está en sus manos conocer las pretensiones religiosas de una corvina.
Como es un dios muy previsor, tiene cebollas, ajíes, laurel, tomate y algunas papas para acompañar. Y también ha guardado una botella de buen vinopara alguna ocasión especial. Y aquella le parece que lo es.
Come y bebe feliz de la vida.
Siempre pensando, claro, eso es algo que no puede evitar por mucho que lo intente. 
Se siente satisfecho. Y no sólo por tener la panza más que llena y la cabeza más que alegre: ha hecho algo importante en su vida y ha obtenido su recompensa. Ahora, sin importar cuántos años tiene, ya puede morir en paz. Aunque primero debería acabar con toda su feligresía que le aguarda en la heladera y eso es algo que merece una especulación más detenida y seria. 
Por el momento, prefiere ir a dormir una buena siesta.