domingo, 8 de julio de 2012

EL SEXO DE LAS PALABRAS

(Fragmento del libro inédito "El elogio de las cucarachas" de Herminia Vélez, que consta sólo de fragmentos de difícil hilación)

En realidad, no faltará quién en aras de una pretendida precisión idiomática, escondiendo sus verdaderos horrores espirituales, cuestione este título y aclare que sólo se trata de una cuestión de género y no de sexo.
Es una cuestión de género en los libros de gramática, pues hay que ser bastante asexuado para convertirse en gramático. Véase como ejemplo, la Real Academia de la Lengua Española, que anda muy preocupada con volver todo de un tinte andrógino y, sobre todo, hacerse la modernosa y pasar por actualizada, con lo que acepta que las cosas se digan de cualquier modo y manera, haciendo que nuestro idioma pierda sus más excelsas virtudes: la ambigüedad, la ostentación y el meneo.
Si 
   "...la sexualidad condensada en el género define la vida, de principio a fin, de cada persona,..."  
Kate Millet. Política sexual. Cátedra, Instituto de la Mujer, Madrid, 1995. 

entonces, queridos amigos, las palabras no tienen género sino sexo, pues acaso será alguien tan hipócrita como para pretender que da igual decir la sartén que el sartén?. O acaso se escucha igual la estación que el estación?
La sartén no se volvió de cualquier modo en el sartén. Tiene su identidad sexual muy ligada a su inserción social, la transformación ha requerido de traslados geográficos precisos y culturalmente bien delimitados. Cuando anda por Palermo o Barrio Norte, es una gata fina que se define por su tenencia por el mango. Pero cuando se va para el Sur, digamos, Pompeya,  la Boca, Barracas, entonces su alma aflora, se viste de macho recio y sale a pituquear ollas.
El agua en cambio, ya es otra cosa. Necesita andar en yunta para sacar afuera su alma mujeril. Cuando se junta el agua con el agua,  se transvisten y se convierten en las aguas. Mientras andan separadas, se hacen los machitos. Cuando se juntan les da por la femineidad y se aquietan y amansan.
No es el caso del arroyo, que cuando le da por juntarse con otro arroyo, siguen siendo muy varoniles los arroyos. Salvo cuando caen bajo la influencia de los desbordes de sus hormonas femeninas reprimidas, se envalentonan, y andan haciendo cojonudos desastres por la tierra, conocidos como las inundaciones.
La tierra, en cambio, es definidamente señora: la tierra. A nadie se le ocurriría ni remotamente la posibilidad de la existencia de un el tierra, y mucho menos, un el tierro. Puede tener algunos hijitos terrones, producto resacoso de alguna mala noche en que el agua, transvertido como las aguas, siente necesidad de andar cambiándo la identidad de todo. Pero cuando desaparecen los efectos del hechizo y los terrones se rompen en pedazos, por efecto de la disolución interna de los motivos que los llevaron a unir tantas partículas femeninas de tierra en terrones atemorizantes, que hasta pueden lastimar cuando son bien amasados y dirigidos con la gomera, cuando se acaba aquella humedad que los hace tan machitos y se  desgranan otra vez en sus principios originarios, se ve que son nada más que tierra, parte de la gran madre tierra que nos parió a todos.
Lo mismo ocurrre con el cielo, que no resiste blasfemia alguna ni cuando anda en panda, pues se hacen llamar, en todo caso, los cielos. Nadie jamás osaría hablar de la ciela ni en broma, pues suena tan espantoso que ni a la más retorcida feminista se le ocurriría pensar que haya una ciela que la reciba cuando deje la tierra; sabido es que en el cielo todo son placeres, no importa la orientación sexual que cada uno haya seguido en la tierra.
De la coliflor, nada vale la pena decir, pues ya se ve por el nombre que es una mariquita irredenta, a punto tal que  cuando se junta con otras mariquitas como ella, siguen siendo las coliflores.
El caso del mar o la mar, ya es diferente. No se sabe si es la mar, inmensa mole de las aguas, que se nombra macho para no dejarse ahondar por cualquier marinero borracho, o si es el mar, recio esputo de Poseidón,  que en boca de los poetas se nombra la mar por cuestiones de mariconadas tales como la rima. Uno tiende a creer que es muy hombre, por aquellos de los mares, pero luego aparecen por allí las mareas trastocándolo todo, y ya no se sabe otra vez bien qué pensar. Y andan los géneros a la deriva, como montados sobre las olas, que por suerte son bien mujercitas, pues la  verdad que si hubiera que pensar en algún momento en  los olos, sería un tremendo disgusto para cualquiera, ya que suena terriblemente poco verosímil hablar del rugidos de los olos. Las olas rugen y arrullan como cualquier buena esposa que se precie, y eso da estabilidad al matrimonio y a la existencia, porque de alguna cosa estable necesita agarrarse cualquiera que ande como náufrago por la vida, que es, muy a pesar de los machistas que pululan, bien dueña y señora de todo lo que anda, la muy dulce. Hasta que deja de andar. Entonces se hace cargo su hermana mayor (solterona y agria si las hay), la Doña Muerte, que con todos se quiere casar, más todos le huyen por su mal carácter y su mal aliento, y anda siempre a la caza, robándole a su hermosa hermana todos los novios que puede sin miramientos, sean hombres, mujeres, transexuales, trasvestidos, arrepentidos, malhablados o lo que sea,que todo le viene bien a la muy ninfómana insaciable.

Los que son un caso de impostura histórica sin remedio, son los ingleses, esos que usan polleritas con las patas sin depilar, linchan niñitos que roban panes y golpean a las yeguas y a las mujeres, mientras se inclinan frente a una reina con cara de hombre y sombrerito de marica, que los mira con absoluto desprecio siempre. Parece que en el intento de esconder sus raras tendencias sexuales, decidieron usar un artículo neutro para designarlo todo. Un tedio mortal que sólo podía prvenir de vidas tan grises y llenas de brumas como las de esta gente más inclinada a soplar la gaita que a mover las tabas en una cumbia. Así da lo mismo the sun que the moon, the sea que the Earth, the pen que the pencil. Una confusión que pretende ser una norma no discriminatoria en el país de las discriminaciones más arcaicas, pero que esconde en el fondo una indefinición que lleva a la bisexualidad siniestra, practicada como una religión clandestina, oculta de las miles de cámaras de control social que inundan las calles de sus ciudades, manifiesta oficialmente en su lenguaje anodino y sin matices, pero sin demasiadas manifestaciones públicas, a no ser por la de tener reinas con caras de hombre, primeros ministros femeniles que chupan puros gordos con ansiedad oral mal disimulada, o primeras ministras que parecen camioneros de Burzaco mal maquillados.