Está echado junto al
cordón, temblando de frío, bajo la llovizna.
¿Por qué no se mete
bajo algún alero, en algún palier, detrás de una pared amistosa para evitarse
el viento que viene del mar y corre por la calle perpendicular a la playa?
Porque en esa calle se
ha estacionado un auto gris.
Y él se echó detrás,
cerca del caño de escape, donde todavía debe quedar algún calor.
Si le das alimento,
come.
Si le das agua, bebe.
No ladra, no gruñe, no
muerde, no aúlla.
Es amable y distante.
No desea entablar ningún
tipo de relación.
No mueve la cola, no
agradece.
No te sigue. No trata
de conseguir un hogar.
Es pura obsesión: corre detrás de autos grises, preferentemente redondeados en su
forma. No importa la marca. Un tono de gris, una forma, sí.
Durante cuadras, corre
detrás de ellos.
Y si se estacionan, se
pone feliz, se para en la vereda, mueve la cola, salta. El conductor o el
acompañante o quién sea que vaya arriba, se baja. Y ni lo miran. No se han dado
cuenta de la persecución. No saben que está allí.
Él es paciente con los
humanos: espera.
Y como lo que busca no
aparece, se va caminando hacia cualquier parte, preferentemente donde haya otro
auto gris. Y allí se echa otra vez.
Es un misterio.
A veces se reúne con
otros callejeros en la esquina donde están los restaurantes ‘de todo el año’. Deben darle algo de comer. Está allí, pero no
comparte nada con los demás perros. No ladra a las bicicletas ni a las motos, menos a
otros callejeros que pasan. Observa. Mejor sería decir: contempla. Echado
siempre. Temblando a veces.
Sólo se levanta y
corre si ve …un auto gris. El único momento en que parece vivo.
¿Lo abandonó el dueño
de un auto de ese color?
¿Falleció su amo?
Prefiero pensar que lo
perdió y lo sigue buscando, que todo es un gran desencuentro y que tendrá final
feliz. “Esa espera merece
una tragedia mayor que el egoísmo de alguien que un día descubrió que
el cachorrito alegre dejó
de resultarle interesante”, me digo,
mientras lo veo correr tras los autos grises una y otra vez, un día y otro,
bajo la lluvia en invierno y el sol agobiante de la siesta en verano.El abandono
de un perro incapaz de mirar a otro humano para conseguirse un nuevo hogar, me
llena de resentimiento que no sirve de nada. Él lo sabe. Que no
sirve de nada. Al menos, eso parece. Porque espera. Con angustia, eso sí, se le
nota. Obsesivamente, espera. Y nada más.
Parece de raza, de eso
perros comprados en criadero, de esas razas que inventan, que tienen ancestros
chinos. Contextura fuerte, medio petisón, trompa chata y negra, patas
chuequitas. Es de buen pelaje, color caramelo, y lleva un collar rojo. Me recuerda alguno de esos melancólicos cuentos de Vigil sobre perros
perdidos. Cualquiera lo adoptaría con gusto. Tan educado
y sano.
Salvo porque él no
quiere ser adoptado.
Ni siquiera desea entablar lazos con nadie que no baje de
un auto gris…
Tampoco tiene un nombre
de esos que tienen por aquí todos los callejeros, que sirven para
identificarlos cuando se lastiman o se dejan de ver por un tiempo: el Negro, el
Chiquito, el Rengo, la Pepa, el Flaco, la Galga, el Manchao, el Marmolado, el
Torcido, la Grandota, la Lanuda, la
Buenamadre, el Perdiguero de la Vuelta…A él nadie lo nombra.
Ha hecho todo para pasar desapercibido. Y lo consiguió.
Nadie, o casi
nadie, le presta atención.
Es la imagen misma de
la tristeza.