Era uno de esos festejos de
cumpleaños en los que se juntaba mucha gente por obligación y se llenaba todo.
Y ni siquiera se
podía bailar en el patio porque justo después de acabar el asado, se descargó
una lluvia torrencial.
Metidos bajo la galería, pasando
la jarra de vino o destapando cervezas, la tormenta volvía melancólicos a los
festejantes.
Y empezaron a rodar los cuentos.
Arrancó la Kuky.
Contó que a la edad de nueve años
su abuela ya la llevaba, junto a
hermanas y primas, a ‘juntar la alverja’.
Solía acompañarlas un viejo que
no era muy querido de las ‘alverjeras’.
Acarreaba los canastos vacíos, llevaba los llenos a la balanza y les tocaba el
culo al pasar o se fregaba la entrepierna mirándolas con ojos desorbitados. Se
había ganado el mote sentimental de “el
baboso”, aunque todos lo conocían por Carraspera.
Un lunes Carraspera no apareció. El capataz preguntó si alguien lo había
visto y la abuela de la Kuky
respondió que no lo esperaran hasta la próxima tormenta. Lo dijo con la mayor
seriedad y siguió con sus labores. ‘Y eso
por qué’, quiso saber el capataz. La vieja tardó en responder porque era
así, un poco misteriosa y medio retobada. ‘Eso
porque en la tarde del domingo lo han visto al Carraspera obrando sanamente
en medio del campo y un escuerzo se le colgó de las bolas.’ Así nomás lo
dijo y toda la ‘alverjería’ largó la
risotada.
Sabido es que si un escuerzo se prende de una parte cualquiera de una
persona, hay que esperar las lluvias para que se suelte solito.
De surco en surco, corrió la
novedad:
— “Carraspera” anda con un escuerzo prendido de las bolas.
—Eso le pasa por cochino, por andar cagando en campo
abierto.
—Ahora que se la frote a ver cómo le sienta.
Pasaron los días y las lluvias no
llegaban. Carraspera tampoco. Y
pronto, con tantas cosas en qué pensar, se olvidaron de él.Hasta que el capataz llegó una
mañana con la noticia: el Carraspera
estaba internado en el Hospital del pueblo vecino, operado de los testículos.
—Exagerados los médicos, si bastaba con esperar que tronara
y lloviera para que el escuerzo se desprendiera, opinó la abuela de la Kuky y
todas asintieron. Lo que no se supo en la alverjería
es que el Carraspera se había ido de
bailanta y se había emborrachado a lo bruto ese domingo después de que se lo
viera evacuar en pleno campo. Como era su costumbre empezó a molestar a las
mujeres con sus manos y sus gestos y se lo llevó la policía.
Un ‘machado’ en el calabozo en día festivo se lleva en el lomo toda la
bronca policial de la semana. Lo molieron a patadas, entre las que no menguaron
las directas a los cojones, y lo dejaron allí tirado “pa que aprendiera”.
Una semana después deliraba de
fiebre y todavía medio roto por la paliza se fue a la guardia del hospital.
Vaya a saber qué porquería le descubrieron, el caso es que lo operaron de
urgencia y le arrancaron los cojones.
—Y nosotros culpando a los pobres sapos y esperando a que la
lluvia hiciera sus sanaciones, reflexionó la Kuky y le dio un trago a la cerveza,
esperando las reacciones.
—Habría que ver si no fue cosa de escuerzos lo de ese
hombre, caviló el Torito, escéptico frente a los diagnósticos médicos. Es sabido que cuando se prenden de una
persona le van chupando los jugos esenciales. Tal vez fuera eso lo que le
levantó la fiebre. Acompañado de la paliza, claro…
Todos murmuran apoyando la
hipótesis. Don Gina, que parecía medio adormilado, aclaró que él ‘no sabía que los escuerzos querendones sólo
se desprendían cuando había tormenta’.
—Cuando hay tormenta no, tiene que ser con truenos. Es el
sonido de los truenos el que los hace abrir la boca y caer. Eso, nadie en la mesa lo sabía,
salvo el Gringo, que tenía una abuela
que lo había visto todo y por eso podía contar lo que sigue:
—Un tal Freitas, catalán el hombre, supo andar toda una
temporada de seca con una mano enorme siempre vendada. Decía que se le había
prendido un escuerzo del dedo gordo mientras pescaba anguillas. Y como no quería impresionar a las niñas, lo llevaba
así, tapado. Pero si uno miraba bien, veía el latir de la panza del bicho bajo
los trapos. Era cliente del almacén de Don Juan y mientras duró la seca, le
compró al fiado. No podía echar mano al bolsillo, decía, hasta la siguiente
tormenta con truenos y relámpagos.
Una risotada festejó la
ocurrencia, muy oportuna.
Aunque no tanto como el estruendo del rayo que cayó
enseguida.
Todos callaron.
¿Habrán abierto la boca los escuerzos para
liberarse de esos huéspedes al que su instinto incomprensible los había ligado?
Mientras arreciaba un nuevo
chaparrón, la Kuky recordó que
después de que al Carraspera lo
dejaran sin huevos, sus hermanos nunca más fueron a cagar a las vías del tren
por las noches.
— No es para tanto, aclaró el Gringo, por
culpa del calentamiento global, ya ni se ven sapos venenosos, ni de los otros
tampoco.
—A no ser esos que tienen forma humana y corazón de
escuerzo, acotó el Torito.