miércoles, 10 de marzo de 2010

Saqueadores eran los de antes



Antes de la hecatombe final del 2012, supo existir en tierras australes, un señor de nombre Julio Bazán.
Supo ser notero, cronista televisivo, de los que hacen “exteriores”. Eso quiere decir que no estaba en el interior del estudio de televisión donde se filmaba el noticiero, sino en un lugar cualquiera de la calle.
Incluso podía ser que estuviera en el interior de una casa, haciendo “exteriores”.
Así era de exclusivo el mundo de la televisión: cualquier cosa que ocurría fuera de los estudios parecía otra realidad, extraña, externa.
Hemos recuperado un video en malas condiciones en las que pueden verse varios días de notas efectuadas desde Chile, luego de uno de los tantos terribles terremotos que intentaron acabar con la plaga humana en el planeta, sin lograrlo definitivamente.
Este terremoto ocurrió en marzo de 2010 y estuvo entre los primeros de magnitud, provocando una cantidad de muertes relativamente pequeña, si se compara con las sufridas meses después.
En este video se ve primero a un Sr. de anteojos, Marquich parecen decirle los que se comunican con él desde el estudio de televisión, que está en Chile, en una ciudad llamada Concepción, sin agua, sin combustible y sin plata. Así lo dijo al menos tres veces a la cámara: sin plata.
Se ve que comenzaba ya la quiebra de las empresas de noticias, pues le mandaron allí sin recursos para solventar gastos elementales en estas expediciones de investigación.
Luego aparece este Sr Bazán, que aparentemente lo reemplaza en su tarea.
Tiene una voz extraña y un modo más que personal de relatar las cosas. Una imitación torpe de un legendario José de Zer, que era un prodigio melodramático ganándose la vida en los medios de prensa más amarillentos que hubiera, agregando con su estilo personal un grado más de dramatismo a los sucesos.
Claro que De Zer se reía de esto, sabía que era actor, no periodista, aunque dijera lo contrario para seguir viviendo de su arte.
Este buen hombre, Bazán, era algo parecido, pero no se sabe si sabía que no era lo que parecía.
Llevaba el relato cargado en la voz y lo iba contando como si lo arrastrara con una soga por la 9 de julio y el relato pesara cada vez más.

Así fue como intentó contar el terremoto.
Como si un terremoto necesitara dramatismo agregado.

Uno recuerda o se imagina, ya no sabe, un domingo en Buenos Aires, caluroso, con la carita de Julio Bazán apareciendo en la caja de sorpresas, transmitiendo desde Chile.
Tal vez Julio Bazán no elegía qué transmitir, pero se supone que bien podía negarse a hacerlo, cuando corría el riesgo de superar su propia imagen de estupidez.
Contaba que, luego de las gravísimas circunstancias vividas en Chile (así hablaba él), lo más importante que tenía para mostrar era el depósito de la Prefectura chilena en Concepción; en realidad un gran patio lleno de heladeras, sillones, cocinas, lavarropas, televisores, equipos para oir música, sillas, mesas, en fin, cantidad de elementos de bazar (no de bazán), que, según relataba, habían sido recuperados por la fuerza pública en los “aguantaderos” de los “forajidos”. Así lo dijo, con esas palabras.
Los "aguantaderos", parece ser, en una ciudad devastada por un terremoto, eran las casas o sótanos que todavía "aguantaban" un grupo humano viviendo adentro. Igual que ahora, cualquier hueco que nos permita sobrevivir, es hogar.
Los forajidos, eran los sobrevivientes del terremoto que habían perdido sus bienes y que tomaban los que se hallaban en las grandes tiendas, con riesgo a quedar bajo montañas de escombros, con un sentido de la previsión admirable en la especie humana.
No había agua ni luz ni gas para calentarse, ni nada, pero la gente se llevaba aparatos eléctricos porque sabía que algún día los servicios volverían y querían estar preparados para ello.
Finalmente, un terremoto les brindaba posibilidades que ningún gobierno a la fecha había facilitado: adquirir un lavarropas automático, cambiar la heladera, dormir en mullidos sillones o colchones de resorte.
Lo que el sismo se llevó era basura vieja, de segunda mano. Pero traía algo de justicia: al menos una vez en la vida podrían usar cosas nuevas, de primera calidad.
“Después“, dijo a la cámara un joven que arrastraba una enorme cama de exposición, con su colchón y su colcha, “que se acabe el mundo!”
Y casi se acaba.

Lo entrañable de este video que he mirado varias veces, como parte de mi tarea de documentar lo que ocurría antes del fin del mundo, es la pasión didáctica puesta por don Bazán en tratar de hacerle entender a su audiencia que había dos clases de saqueo:
a) el saqueo de los buenos, pobres con hambre e hijos que llevaban agua y alimento, víctimas de la desesperación, y
b) el saqueo de los malos, que aprovechando la situación se llevaban las heladeras, los sillones, los televisores y los lavarropas, entre otros enseres.
Los forajidos, digamos.

Dijo, con su estilo trágico, que ésta era la peor injuria que Chile hubiera vivido, un accionar violento como nunca se viera en ese largo y plácido país del Pacífico.
Julio Bazán, más allá de lo que su productor le indicara, más allá de lo que le mandaran transmitir, eligió que:
El golpe de Estado de 1973 nunca existió.
Pinochet, sus secuaces y el Plan Cóndor, nunca existieron.
La brutalidad del Ejército Chileno y de las fuerzas de seguridad chilena, nunca ocurrieron.
No hubo desaparecidos por causas políticas en Chile, nunca se torturó prisioneros, nunca se persiguió opositores, jamás se reprimió a los pueblos originarios que reclamaban tierras.
No hubo asesinatos por causas ideológicas en Chile.
Jamás le cortaron las manos a Victor Jara mientras tocaba la guitarra en el Estadio Nacional.
Nunca se exterminaros poblaciones enteras por medio del trabajo esclavo en las minas del norte.
La mayor violación de derechos que ocurrió en Chile, según Julio Bazán, fue la cometida por esos “rotos de mielda” contra las superpoderosas cadenas de distribución.
Lo peor que le ha ocurrido a Chile, parece que han sido los pobres.
Y sobre todo, los pobres que después de perder sus pocas cosas durante un terremoto, pretenden recuperarlas sin pagar.
Los pobres de Chile no saben que después de los terremotos, los tsunamis y las guerras que destruyen todo, el capitalismo florece como si una lluvia de primavera le hubiere dado energías nuevas. El mejor de los negocios es el de la reconstrucción, de allí tanto afán en destruir.

Cuántos enseres había en el patio de la Prefectura Chilena?
Veinte sillones?
Diez heladeras?
Quince lavarropas?
Cien, doscientas prendas?
Mucho más no entraba allí.
En los cementerios se enterraron más de ochocientas víctimas por esos días.
Otros quedaron sepultados por escombros, aunque por entonces, al ser menor la cantidad de muertos que ahora, la gente se ocupaba de buscarlos.

Da vergüenza pensar que uno vivió esas épocas sin pensar en nada importante.
Que a uno le llenaran la cabeza desde la televisión con ideas bobas.
Da vergüenza pensar que todo se compraba, y lo que más fácil se vendía era la opinión, el talento, la fuerza de trabajo más refinada de todas.
Este Julio Bazán nunca fue importante ni lo será, pero verlo varias veces me hizo sentir incómodo, muy incómodo. Y tardé un poco en darme cuanta por qué.
Era una muestra pequeña de lo rotos que estábamos antes de que nos terminara de romper la tierra con su cadena de sismos e inundaciones.

Que alguien se hiciera llamar periodista, cronista, reportero, notero o lo que fuera, y que a la edad del Sr Julio Bazán, que parecía ser un hombre de medio siglo al menos, no pudiera distinguir lo importante de lo accesorio, no supiera qué hechos merecían relatarse, es una muestra de la decadencia que vivmos antes del fin del mundo.
Daría más vergüenza aún pensar que sí sabía lo que hacía, que elegía mostrar a unos pobres desgraciados sin casa, sin trabajo, sin futuro, como lo peores delincuentes de un país que antes de esto ya había sufrido incesantes saqueos de riquezas minerales, de recursos naturales, de personas, de derechos laborales y tantas otras cosas.
Este Julio Bazán intrascendente, que ya nadie recuerda, me ha hecho pensar en que no podremos reconstruir la vida en el planeta nuevamente si no ponemos algunas reglas claras.
Los que hemos sido señalados por el Gran Consejo para reconstruir la historia del pasado, con el expreso mandato de que “resulte edificante, ejemplificadora y alentadora de las mejores acciones de los jóvenes”, estamos preocupados por corregir algunas cosas que nos llevaron antes por caminos indeseables.
Como la costumbre de acostumbrarse a todo acríticamente.
De dar por sentado lo que ocurre como lo único posible.
De sostener la existencia de lo obvio para no profundizar en nada.
De considerar poco importante las nimiedades diarias que construyen una vida…

Este Julio Bazán, que parece tan intrascendente me ha ayudado a pensar otra vez en lo que debemos enseñar a los jóvenes.
Ya he anotado en la agenda común para la próxima reunión del Pequeño Consejo, un tema de importantes consecuencias para la humanidad que ha quedado en pie:

Nunca más una heladera valdrá más que una persona.



viernes, 5 de marzo de 2010

Haciendo cola para sacar entradas

Era una típica fila de estos tiempos, retorcida y apretada como un intestino dentro de la panza. Como el cerebro en la cavidad craneal.
Los nuevos licenciados en Ciencias Blandas, especialidad en Acomodación de Gentes en Espacios Públicos, aprendían de la burda naturaleza los conceptos de economía y eficacia.
La gente se enrollaba como una serpiente neurótica, siguiendo un laberinto de cintas indicadoras y de carteles sostenidos sobre elegantes pies de metal plateado, como percheros sin perchas, apenas unos rectángulos amarillos en los que siempre había una flecha indicando la derecha y un criterio que determinaba si un o debía o no seguirla.
La fila comenzaba en la vereda y entraba compacta por la puerta del edificio. Y por tres metros seguía así. Allí aparecía el primer cartel amarillo con su flecha roja, que decía: “Si usted siente vértigo ante la profundidad, vaya a la derecha”.
Allí había gente que dudaba y se desprendía de la fila para formar una nueva; a la derecha. Algunos se mostraban más decididos: eran los que especulaban con la ventaja de ser los primeros de “su” fila en lugar de hallarse en medio de la fila general. a esos les importaba más el lugar que ocupaban que el sitio al que se dirigían y los acomodadores solían mirarlos con lógico desprecio.
Luego seguía el laberinto unos metros más y aparecía el segundo cartel: “Si usted tiene menos de 90 cm de busto o menos de 20 cm de pene, puede seguir a la derecha”. Era una invitación, más que una imposición.
Se desprendían, a veces, algunas mujeres enfurruñadas por su incapacidad para mentir y demostrar que podían quedarse en la fila general. No se recuerda haber visto hombre alguno que desviara en aquella flecha; salvo uno al que su mujer empujó de mala manera un miércoles por la tarde con gesto amenazante. El hombre apenas si se repuso e intentó regresar, pero un dejo de dignidad lo detuvo, la miró con odio mortal y se puso a conversar con una chica tipo tabla de planchar acerca de aquellas flechas indiscretas. Ninguno de los dos mencionó para nada a la gordísima esposa que se quedaba en la fila principal, mientras algunos de los que presenciaron el hecho se preguntaban qué sucedería cuando todo terminara y debieran regresar a la vida normal y a la casa en común.
A continuación, la fila daba un par de vueltas sin desprendimientos, y aparecía un nuevo cartel, el tercero, que decía: “Si a usted la falta de perspectiva nunca le ha molestado, siga a la derecha.”
Allí se producían nuevas vacilaciones y consultas con los jóvenes de uniforme amarillo y rojo, con birrete a rayas y ancha sonrisa en la cara, puestos ex profeso porque se había detectado que resultaba una de las elecciones más difíciles de aceptar. Así, en muchos casos debían definir el concepto de “perspectiva”, o explicar los síntomas de la falta de perspectiva y también del desinterés por la misma. En general, estaba ya analizado, el cincuenta por ciento de los que dudaban y, por ende, preguntaban, terminarían doblando a la derecha. A veces más.
El cuarto cartel era el anteúltimo y había que detenerse a leerlo porque el texto era algo más largo que en el resto. La verdad, es que allí los organizadores se jugaban el todo por el todo y los de la fila también. Decía, con letra más pequeña y apretada: “Si a usted le molesta el olor de sus vecinos de fila, si odia ir por donde van todos, si siente la necesidad de ser original y diferente a toda costa, si no soporta ser del montón, siga a la derecha”.
En rigor de verdad, debe decirse que allí se producían unos cuantos desprendimientos. Por snobismo o por sinceridad, por caer en la cuenta repentinamente de los olores circundantes -en verano sobre todo-, o por llamar la atención, el tema era que una cantidad importante giraba a la derecha y abandonaba la gruesa fila general.
El último cartel estaba era diferente, pues las flechas señalaban en la dirección contraria; estaba en el último recodo izquierdo del sendero y decía: “Si usted aún tiene dudas de su pertenencia a esta fila por cualquier motivo que sea, o siente la necesidad de girar a la derecha, todavía puede hacerlo siguiendo las flechas hacia la izquierda.”
Era una salida invertida, como se comprenderá, que daba una gran voltereta para terminar acoplándose a la fila selecta de los que habían ido saliendo a la derecha en cada cartel. No eran pocos los disconformes, con caras neuróticas y preocupadas, quejosos de la insoportable espera en la fila general, ansiosos por llegar al final sin cumplir los pasos previos, indecisos respecto de sus verdaderos objetivos, los que doblaban a la izquierda de la fila general, que era como decir la izquierda de la izquierda de todas las demás filas, para reunirse finalmente con los que se hallaban a la derecha, más allá o más acá, pero a la derecha.
Resultaba interesante ver el modo en que se insertaban en las diferentes filas de la derecha, con qué temores y excusas, qué gestos angustiosos y aparentemente agresivos, qué horrible sensación de inconformidad no resuelta a la que se agregaba el no poder volver atrás, ya fuera por amor propio o por miedo, o porque el tránsito se volvía complicado y se perdía el rumbo.
A pesar de todo, un porcentaje pequeño de estos que salían por izquierda para acumular las filas de la derecha, al sentir aquellas feas contradicciones que les provocaba no reconocerse como el “usted” de ninguno de los carteles, se salía de las filas y volvían a la calle para volver a engrosar la fila general. Actitud meritoria, si las hay, la de reconocer las equivocaciones y volver a empezar, aunque eso retrase un poco la llegada a la meta.
Más allá del último cartel, se abría un espacio de apenas dos metros de largo, con cinco bocas: cuatro más anchas para la fila general y una más pequeñas para las filas de la derecha. Sin embargo, éstas últimas desembocaban en un corredor común a todas ellas, pero separado por cintas de control, del espacioso hall donde desembocaba la mayoría.
Enfrente estaban, visibles desde todas partes, las boleterías: para los de la fila general había cuatro boleterías para ver la película en 3D; para las cuatro filas de la derecha, había una boletería en la que se vendían entradas para la misma película, pero en 2D.
Cabe destacar que los boleteros de la izquierda no tenían tregua, trabajando a un ritmo enloquecedor. Los boleteros de la derecha tenían un ritmo más descansado, dada la menor afluencia de gente, y así podían incluso observar y teorizar sobre los errores de sus compañeros de la izquierda, lo que era recogido por los supervisores para redactar luego reglamentos generales para todos. De más está decir quiénes salían beneficiados y quiénes perjudicados con aquellos reglamentos aparentemente objetivos, cargados de tendenciosidad de los de la derecha.
Si algo puede agregarse como un dato más, es la diferencia de tono entre una y otra sala de proyección. Los de la fila general ingresaban a las salas bulliciosamente, discutiendo entre sí el valor y deber de dar propina a los acomodadores, comprando kilos de pochochos y vasos de gaseosa con hielo, anticipando la película a los gritos, discutiendo por los asientos, pensando como robarse los anteojos 3D que jamás les servirían para nada que no fuera contar cómo se los robaron…
En fin, era una masa alocada que terminaba acomodándose compactamente y que recién a los cinco minutos de iniciada la proyección empezaba a prestar atención, tal vez más, con la lógica desesperación de los proyeccionistas que se preguntaban si no se habrían equivocado de peli. Luego, solían reírse compactamente, llorar a veces y extender por la sala una emoción indetenible y terminaban aplaudiendo ruidosamente. Al salir, se prometían a sí mismos que jamás olvidarían aquello, lo que solían no cumplir hasta que las cosas se ponían de verdad difíciles y recordar la película vista en común, les ayudaba a reconocer en qué fila debían pararse para la próxima función.
En las salas de la derecha había poca gente, se podían elegir los asientos, los puntos de vista, hasta el compañero de al lado. Las gentes entraban medrosamente, escandalizadas por los barullos de los que desembocaban en las salas del 3D, silenciosas, aprensivas y conversando acerca del valor de mantener las tradiciones: el cine nació plano y así debía seguir, qué sentido tenía agregar otra dimensión? Generar el caos y pretender ser parte de algo de lo que jamás se podría ser parte. Transgredir y subvertir los valores: uno vive en 3D y ve películas en 2D, así lo hicieron los abuelos y los padres y no hay por qué cambiar las cosas… Esto de meter en otra dimensión a la gente traería gravísimas consecuencias futuras y nos aparejaría terribles problemas con el resto del mundo y...Etcétera.
Un solo vendedor de pochocho y bebida, abastecía las cuatro salas con cara de desesperación: sabía que vendería poco. Eran amargos y estaban siempre a dieta, se quejaban de los precios, jamás daban propinas y siempre se sentían maltratados, decían los empleados. Nadie quería ir a atender o a vender a las salas de la derecha, así que la Gerencia se vio obligada a mandarlos a todos por riguroso turno, para evitar conflictos gremiales.
Además, habían exigido que hubiera botellas de agua gratuitas en sus salas. Había una sospecha general que producían pérdidas en todos los sentidos, pero muchos de ellos tenían parientes accionistas en el complejo cinematográfico y eso impedía que las cosas cambiaran definitivamente.
Luego comenzaba la película en las dos salas y ¡qué se puede decir?
En fin, que una cosa es ver la vida en 3D y otra es verla como una película chata, no?
Y eso hace toda la diferencia.

jueves, 4 de marzo de 2010

Empujando la piedra hacia arriba

"Anna, querida, no hemos fracasdo como nos pensamos.
Hemos pasado la vida luchando para que la gente un poco menos estúpida que nosotros aceptara verdades que los grandes hombres ya sabían desde siempre, cosas como que encerrar a un ser humano y aislarlo completamente lo convertiría en un loco o en un animal. Ellos siempre han sabido que un pobre hombre temeroso de la policía y del casero es un esclavo. Siempre han sabido que la gente asustada es cruel; siempre han sabido que la violencia origina más violencia. Y nosotros lo sabemos. Pero, ¿lo saben las grandes masas de gente que van por el mundo? No. Por eso, nuestro trabajo es decírselo, ya que los grandes hombres no quieren tomarse esa molestia. Ellos tienen la imaginación ocupada en cómo poblar Venus; en sus mentes ya están creando visiones de una sociedad llena de seres humanos libres y nobles. Mientras tanto, los seres humanos van diez mil años retrasados y son prisioneros del miedo. Los grandes hombres no quieren tomarse esa molestia. Y tienen razón. Porque saben que estamos nosotros, que somos los que empujamos la piedra; en realidad, saben que seguiremos empujando desde la parte más baja de la montaña, mientras ellos están en la cima, ya liberados. Toda la vida, tu y yo, la pasaremos gastando las energías, el talento, para conseguir que la piedra ascienda un par de centímetros más. Ellos confían en nosotros y tienen razón; y por esto a fin de cuentas no somos inútiles."
Doris Lessing, "El cuaderno dorado", traducción de Helena Valentí, Edición "Punto de Lectura", 2008, página 738.

El curioso caso de la piadosa señora S.

La piadosa Señora S. ha fallecido hace algunos años. Y lo curioso del caso es que ha adquirido notoriedad justamente a partir de este hecho infausto.
La piadosa Señora S. era una mujer muy rica y extravagante, que tenía por costumbre dudar de todas las cosas de este mundo, variando continuamente de ideología, peso, talla, estados de ánimo, etcétera.
Igual que cualquier otra señora común, pero en un modo mucho más extremo.
Si ella aumentaba de peso algún deprimente invierno, no eran dos o tres o cinco kilitos de más. Eran 20 ó 30 ó 45 kilotes. Y lo mismo ocurría cuando bajaba de peso.
Razón por la cual, la piadosa Señora S. compraba mucha ropa. Y regalaba mucha ropa.
Así fue cuando falleció tan tristemente para todos y tan serenamente para ella, ya que al borde de la agonía pudo reconocer la firmeza perdurable de la muerte. Porque la piadosa Señora S. también acostumbraba mudar de estados de salud, pasando de la más envidiable y sana temporada en el Caribe al más oscuro y deleznable cáncer, para volver luego a otro periodo de sana displicencia, con el consiguiente asombro de médicos y curanderos, que se atribuían las repentinas mejorías pero nunca se atribuyeron las impredecibles recaídas.
Desde gripes y quemaduras a paraplejías y diabetes, por todos los estadíos pasó la señora S. a lo largo de su fructífera vida, en la que alternaba el trabajo humanitario con la actividad delictiva sin que se le notara la menor inquietud en el rostro.
Pero cuando decidió cambiar para siempre y estabilizarse, sólo pudo, pobrecita, hallar el único etado que garantiza tal decisión: se murió de muerte natural, es decir de una enfermedad cualquiera que la justificara.
Y así fue que comenzó la curiosa historia, pues aunque en vida podía considerársele todo un personaje, sufrió dela envidiosa indiferencia del resto de los mortales, que suelen tener por costumbre negar a los vivos las virtudes que reconocen en los mismos vivos ya muertos.
Y así fue como luego de llorar su repentino y demasiado pronta partida y de lamentarse por su falta, debieron emprender sus amistades la engorrosa tarea de poner en orden sus cosas para facilitar su total desaparición de este mundo.
Porque tal vez sea de alguna importancia destacar que la piados Señora S no tenía herederos y había legado todo, a último momento, cuando entendió que su férrea voluntad ya no le serviría para volver atrás, a los pobres. Lo que como se comprenderá, lo complicaba todo.
Hubo así extensas discusiones acerca de quiénes se considerarían como legítimos sucesores de la piadosa Señora S., las que llevaron casi un año.
De pronto aparecía alguno, que había sido muy desinteresadamente amigo de la piadosa Señora S en vida, y planteaba que si el era inquilino y no tenía casa alguna donde vivir, podía considerarse pobre frente a las innúmeras propiedades de la piados fallecida y así, heredar una de ellas.
Otro sugería con mucha lógica que, siendo vecino de toda la vida de la familia de la piadosa Sra S en tierras australes, donde la muertita había heredados miles de hectáreas, y considerando que sus campos no pasaban de una centena de tal unidad de superficie, era muy sencillo verificar su grado de pobreza respecto de esa cuestión en particular, y así reclamaba con énfasis y considerándose ajustado a derecho, se le otorgara la titularidad de las tierras que si ya eran improductivas, lo serían más con el riesgo de pasar al Estado. Y alegaba con el mayor convencimiento: “Porque convengamos que la tierra sin cultivar siempre será menos improductivas en manos privadas que en manos del Estado“.
Así, se formaron comisiones de negociadores y amigos, con la intervención de muchas partes, de familiares muy lejanos, tanto que ni siquiera habían conocido a la occisa, de compañeros de trabajo y aventuras, de la iglesia, por supuesto, ampliamente representada por diferentes órdenes y congregaciones, de vecinos y amigos ocasionales, ex-amantes, cuidadores de sus perros, porteros de edificios y toda la caterva que se enteró y logró anotarse.
El albacea de la piadosa Señora S estaba al borde de acompañarla en su nuevo estado de pobreza en el más allá, pero se negaba a renunciar, más por ambición que por lealtad, más por repugnancia frente a tanta desinteresada aparición de pobres que por responsabilidad, y trataba de acomodar a todos en innumerables comisiones de peticionantes, dejando que se destrozaran entre ellos con la secreta esperanza que da la persistencia en la tarea de ver caer los enemigos uno a uno y por sí mismos.
Un buen día, un grupo de solícitas mujeres pertenecientes a varios ambientes diferentes de confraternización con la difunta, aparecieron sugiriendo comenzar a vaciar las propiedades de la piadosa muerta, con el objeto de evitar que se deterioraran sus bienes muebles en manos de grillos y polillas, repartiendo todo lo que se hallara verdaderamente entre los pobres anónimos que pululan por las calles.
Hubo una serie de reuniones cruzadas a efectos de aprobar un reglamento de distribución entre todos, y unos dos meses después de la propuesta, la férrea voluntad del albacea se impuso y se inició una prolija limpieza de departamentos y casas y un exhaustivo y muy controlado reparto de ropas, zapatos, carteras, cubiertos, vajillas y todo lo que al amable lector que aún persiste en la lectura de este opúsculo, se le ocurra pudiera haber en aquellas casas, a excepción de todo objeto considerado valioso como joyas, cuadros y esculturas, las que fueron resguardadas bajo riguroso inventario.
Como la piadosa Señora S tenía por costumbre cambiar de peso a cada rato, en sus placares y cajones se hallaron ropas de todos los tamaños imaginables, desde XXXXL a SS, es decir de talla 68 a 14, para los que son más dados a indicaciones aritméticas y no se hallan con las alfabéticas.
Por lo que hubo para muchos, ya que no es posible decir para todos, con semejante universo heredero: los pobres.
Así fue como gente de todo tamaño recibió prendas de ropa y calzado de la piadosa Señora S, como para vestir por años.
En general los pobres suelen ser agradecidos frente a estos hechos y a veces, muy piadosos. Por lo que comenzaron a rezar por el alma de la Señora S en sus oraciones y hasta hubo quiénes le encomendaron ser su inermediaria frente a peticiones, que por lo sencillas y nada pretenciosas, se cumplían puntualmente. Con lo que comenzó a correr el rumor acerca de la santidad y benevolencia aún en el más allá de la piados señora S que se dignaba conceder no sólo sus más queridas prendas, sino también alguno que otro favor a los humildes que así lo pedían.
Luego se iniciaron algunos rituales en relación a cómo deberían pedirse los favores y qué colores de velas debía prenderse para su alma y demás. Esta reglamentación, a despecho de muchas opiniones científicas sobre la imperiosa necesidad humana de crear símbolos para todo, surgió de los primeros fracasos en la resolución de cuestiones planteadas por los peticionantes. Ante el peligro de la pérdida de la fe, lo que resulta sumamente engorroso y antieconómico por la cantidad de bienes, insumos, energías y palabras que se necesitan para reemplazarla, los feligreses más sabios señalaban: “Ah, pero lo que pasa es que usté no ha pedido como se debe… por eso no se le cumple”.
Y lógicamente, eso trajo rituales.
Y la necesidad de una imagen a la que ver, porque los humanos somos así, que necesitamos ver para creer. Y así nos va yendo.
Entonces, comenzaron a circular imágenes de la piadosa Señora S por todas partes.
Claro que los beneficiarios de todos sus dones terrenos y celestes desconocían la verdadera imagen de la piadosa Señora S.
A decir verdad, ella misma la hubiera desconocido, ya que tanta veces la cambiara a lo largo de la vida. Comenzó así una búsqueda exhaustiva de imágenes de la nueva deidad, a la que ya no sólo le dirigían sus rogativas los primigenios beneficiarios de sus prendas, sino también cualquiera que se enteraba de la eficacia real o supuesta de su intercesión espiritual.
Con algunas pocas fotografías rescatadas y descripciones de algunos desconocidos que aparecían repentinamente como cercanos amigos de la difunta, se fueron reconstruyendo las imágenes.
Aquellos que pesaban más de cien kilos, se inclinaban por una especie de matrona voluminosa, sonriente y plácida, como si recién acabara de comerse una torta de chocolate.
Los que pesaban menos de sesenta, la imaginaron delgada, de ojos elevados al cielo, etérea y pálida, en un estado de éxtasis que sólo la hambruna puede permitir.
Luego había intermedias, según que los promotores de la misma lucieran amplias caderas y cuerpos con forma de botella, o tuvieran aspecto de pollo, con caderas pequeñas y pechos voluminosos.
Las había rubias, castañas y morochas, todas de piel blanca, eso sí. Pecosas, narigonas, ñatas, de ojos café, azules, verdes, hasta violetas, cachetudas, sumidas, de cejas finas o gruesas, de frentes amplias o flequillo, de mentones largos o papadas gruesas, pero todas rosadas o amarillentas, ninguna morena.
Y no faltó quien la representó con una pierna más corta debido a una serie de prendas de vestir asimétricas de una famosa colección, que sólo a ella podían gustarle y además quedarle bien.
Las imágenes eran disimiles pero todas eran la piadosa Señora S. porque así lo habían decidido sus fieles seguidores.
Y como sólo se le rezaba en altares privados, para evitar degastantes disputas con el curato, nunca hubo discusiones acerca de la verosimilitud de cada una de las representaciones. Era harto conocida por la opinión pública interesada en el tema que la piadosa Señora S. había pasado a lo largo de su vida terrena por los más variados estados físicos, razón por la cual nada importaba de qué modo se la imaginara. Todas las figuras eran posibles y verdaderas.

Y así fue como se inició el mito de la piadosa Señora S, que sería en la muerte como en la vida: voluble y cambiante, generosa y prescindible, perdurable en su mutabilidad continua, impredecible.
El resto de sus bienes? Aún están discutiendo su distribución más equitativa.