El tipo
subió al subte en Lacroze. Tenía quince minutos para llegar a Carlos
Pellegrini. Y, por la hora o por el aumento del pasaje, hasta había asientos
disponibles. Se sentó con una amplia sonrisa. Se disculpó (por sentarse, por el
atrevimiento, por la alegría, vaya a saber) con la señora que estaba sentada a su lado,
quién dijo “no es nada” y lo relojeó con desconfianza dos o tres veces. El tipo
seguía sonriendo, ¿acaso estaba pensando en robarla? Acomodó mejor la cartera
contra el pecho y la abrazó, mirando hacia adelante. El tipo ni se dio cuenta,
seguía sonriendo, la vista al frente, como si en las ventanillas del otro lado
pasaran un película de Chaplin. Tenía ropa de Grafa, esa de los operarios, zapatos
de seguridad con puntera de acero abotinados y una mochila.
Subió una
señora mayor, delgadita, cargada de ropa, de bolsas, de esas que parece que van
a quebrarse en cualquier momento al medio, y el tipo le ofreció su asiento. La señora de
la cartera se aflojó otra vez. El tipo se quedo parado junto a ellas, sonriendo
siempre. Más allá, un muchachito de barba y remera negra lo miraba con
disgusto. Debía pensar que el tipo era evangelista, por la forma estúpida de
sonreír. ¿De qué podés reírte en este mundo de mierda? Todo está mal, si
sonreís o sos tarado o evangelista o estás tratando de disimular alguna mala
intención. Después de todo, lo normal son las caras de orto. Todos se
empujan, se sospechan, se vigilan entre
sí con cara de orto. Palabras secas. Disculpas de rigor. Frases hechas, gestos
vagos, miradas de resignación. Eso es lo normal. ¿Qué hace este tipo sonriendo
como si nada, en el subte, un viernes a las dos de la tarde, con treinta grados
de temperatura arriba en la calle y casi cuarenta acá abajo? ¿Con esta humedad de
mierda y a fin de mes?
El pibe
subió en la estación Carlos Gardel, la del Shopping. Traía en la mano un montón
de catoncitos y una potente voz de cantor de tangos, una voz adulta de tenor,
bastante inusual para esa estatura, esa complexión física mínima, esa
flacuchez… ¿Cuánto tenía? ¿ocho, nueve, diez años? No medía más de uno veinte,
pero decía con claridad y fuerza cosas
de adulto mientras voceaba su oferta de fixtures del Mundial “a voluntad”, sólo
por hoy, fixtures del Mundial “a voluntad”, mientras iba dejando los
cartoncitos de colores sobre las faldas de las mujeres, a las que piropeaba
(“qué linda sos”, “qué bien le queda ese color, doña”), sobre las rodillas de
los caballeros (“no te lo pierdas, campeón, acá tenés todos los partidos,
aprovechá la oferta que hoy es a voluntad”).
El tipo
estiró la mano sonriendo, tenía dos pesos entre los dedos. El pibe le dio un
cartón: “gracias amigo, que Dios lo bendiga”. El tipo miró el cartón y lo
guardó en un bolsillo de la mochila. Y siguió sonriendo. El pibe juntaba los
cartoncitos, algunos se los compraban por monedas y él agradecía con su estentórea
voz de gardelito posmoderno.
Se va por
los vagones que siguen y cada tanto el traqueteo deja escuchar su portentoso
grito. En Callao sube un chico de unos quince años, grandote, con una camiseta
del Nápoli, un poco vieja, pero limpia. Las zapatillas estaban algo
destrozadas, eran de marca y de cuero, pero se veía que éste era por lo menos
el segundo o tercer dueño que tenían. Empezó a tirar unas pelotitas de plástico
rellenas con mijo hacia el techo, donde rebotaban para que él pudiera volver a
encontrarlas en sus manos un poco torpes, intentando una suerte de malabarismos bastante
tristes. Los había aprendido cuando era chiquito, cuando la crisis del país lo
empujó a la calle, hace un montón ya, más de media vida, cuando ya no pudo
encontrar el camino de regreso, cuando dormir en los subtes con otros pibes era
más seguro, más calentito que la construcción de lonas y cartones junto a las vías del tren donde fueron a
parar su madre y sus hermanos más chicos. Al principio, podría recordar si lo
deseara, les llevaba algunas de las
cosas que le daban, alguna plata, algo de comer, golosinas. Después, fue cada
vez menos. Y, finalmente, un día llegó y ya no había nada, ni madre, ni
hermanos, ni casillas ni carpas. Los habían desalojado y él no sabía como
encontrarlos. Entre los polis, las asistentes sociales, los pibes de la mutual,
los piqueteros y la gente que lo ayudaba en el subte, fue creciendo,
aprendiendo a leer en la plaza donde comía al mediodía, a buscar ropa y
zapatillas en las iglesias, aunque tuviera que aguantarse alguna misa, aunque
le hubieran hecho tomar la comunión como seis veces, o más, no llevaba la
cuenta, no era una cuenta que importara mucho pues seguiría tomando la comunión
a cambio de ropa cada vez que necesitara cambiar el ajuar completo, total, mal
no le iba a hacer comerse otra ostia… Aprendió a viajar en los trenes por todo el conurbano,
siempre al norte y al oeste, nunca al sur: los pibes del sur eran celosos, no
es fácil pasar por ahí sin comerse algún garrón… Entre días y noches y veranos
e inviernos, piñas, violaciones, la yuta y los institutos, las escapadas, los
refugios, los voluntarios, los platos de sopa y las polentas y alguna que otra
cartera manoteada, alguna que otra bolsa de pegamento para sostenerse en noches
de frío, nadie sabe cómo, él menos, llegó a tener aquel corpachón que no lo
ayudaba en nada para ganarse la vida dignamente. ¿Quién iba a querer darle
monedas a un adolescente con mal olor que medía casi un metro ochenta? Ya no
era el simpático niñito abandonado, y más de una vez lo miraban con rencor, le
decían que fuera a trabajar, que se fuera a su casa, que a esa hora tenía que estar
en la escuela. Si el supiera, iría, pero ¿qué casa? ¿qué escuela? ¿dónde queda
eso?. Cada día juntaba menos, cada día debía dedicar más tiempo y energía a
manotear bolsos, carteras o mochilas. Y era un problema, porque a veces no
había nada de valor adentro. Tarjetas, documentos, celulares, que exigían
buscar reducidores, que estaban todos marcados, que te daban muy poco por esas
cosas… A veces, si la cosecha era buena, billeteras finas, algunos dólares,
adentro, una cámara o un celular caro, conseguía la plata suficiente como para
una semana sin robar, haciendo malabares en el tren, aunque no le dieran una
moneda, aunque ni siquiera les sacara un aplauso a aquellos amargos… Una vez
con el producido de un bolso de una vieja que hablaba inglés o alemán o vaya a
saber qué, se fue a conocer el mar con su mejor amigo. Tres días se pasaron en
la playa y se compraron ropa nueva, ojotas, de todo. Pero eso fue hace mucho,
como dos años o tres atrás, se subieron al tren de constitución y se fueron
hasta la playa. Veía las familias de vacaciones y se acordaba de sus hermanitos, de su mamá, de
su abuela, que seguramente ya estaba muerta. Hasta conversó con una chica que
le contó que iba todos los años con sus padres, que ya estaba aburrida de
aquello… El y el Chilo, su amigo, se pasaban todo el día en la playa, compraban
choclos, jugaban con la arena. Y a la noche dormían en los médanos, tibiecitos
los médanos, ahí dormían los perros con ellos, a veces tenían miedo que los
encontraran y no podían dormir, entonces les atacaba la risa y empezaban a
rezarle a cristo y a la Doña Rusa, así le había puesto a la turista saqueada
que tenía un montón de billetes de cien en su cartera y les había permitido
aquel viaje, les rezaban a todos, hasta a los perros, para que los cuidaran,
para poder dormirse en los médanos. Después la plata se empezó a acabar y
comenzó a llover y en los médanos no se podía dormir. En la playa
no conviene robar, si te agarran la pasás mal, les habían dicho otros que una
noche les convidaron faso. Así que decidieron volverse en el tren y fue todo un
calvario zafar de los guardas, los otros pibes que no conocían, esconder la
plata.. ¡Qué aventura! Cuando fuera grande tendría algo para contarle a sus
hermanos, si es que los encontraba alguna vez. Al Chilo ya no lo va a volver a
ver, lo mataron hace poco, por eso él anda otra vez con hambre y mugre
revoleando pelotas al techo. Es que lo mataron a patadas, en la calle, cuando
manoteó un celular, desesperado por la hora, necesitado de llegar hasta Once
antes de que el reducidor se fuera. No había yuta, era la escalera mecánica, el
mejor lugar. Lo mataron a patadas en la vereda del Shopping. Gente que salía
con sus bolsas y sus novias, con sus hijos y sus cajitas felices. Lo mataron a
patadas, lo dejaron allí tirado y se fueron a sus casas, como si nada,
felicitándose entre sí con la mirada, sintiéndose campeones de la vida...
Menos mal que el Chilo pudo conocer el mar antes de morirse, al menos no
paso por la vida al pedo. Pero él se quedó solo, lo extraña mucho, más que a nadie, se
había acostumbrado a no andar por la vida como unn paria, ahora no tiene con quién hablar, con quién reírse. La vida es una porquería sin amigos.
Ahora saluda, pide un aplauso, una mujer aplaude tres veces. Tendrá
que hacer el recorrido para ver si hay alguna moneda esperando, pero está todo
muy tranquilo en los asientos, nadie revuelve bolsillos, nadie abre la cartera.
Fin de mes es un castigo para todos, piensa, qué porquería que exista fin de
mes. Ahí viene por el pasillo un tipo que le sonríe. ¿Será voluntario,
asistente social o cana? Le da un billete de cinco. El pibe de los fixtures ya
está de vuelta en el vagón, parado atrás del tipo, se asoma y lo relojea de
arriba abajo, le espeta “¿sabés leer vo?”.
El le quiere dar una patada a ese pendejo de mierda, pero está el tipo que
sonríe entremedio. Le contesta lo mejor que puede: “má vale puto, que te
crees’”. El tipo que sonreía, ahora se ríe, el pibe también y le da un fixture
del mundial. Gratis. “Tomá, así sabé cuando juega Argentina. Te lo regalo.” Y
se va.
Tiene cinco
pesos y un fixture del mundial. Por ahí puede cambiarlos por un sánguche, por
ahí puede pasar el día sin tener que robar nada, por ahí puede ir a esperar
detrás de la cocina de la pizzería y guardarse ese billete para mañana. Por
ahí, puede irse hasta la Boca y dormir en la casa tomada. Allí nadie le hace
preguntas, nadie le pide nada y a veces le convidan un plato de guiso. Veremos.
El tipo que
sonríe se baja en la estación
Pellegrini, la de los trasbordos, donde bajan casi todos. Se tienta, es
un buen lugar para el arrebato, es fácil escaparse, muchas escaleras, muchos
pasillos, muchos trenes para rajarse… Pero no, la gente está con cara de culo,
está enojada, tiene calor, es viernes, es fin de mes.. Y él no quiere terminar como el Chilo. El ya
aprendió que el riesgo es grande y es por nada, o casi nada. Y no quiere ir a
buscar reducidores, los viernes se complica, a veces anda la yuta dando
vueltas.
Se sienta,
está cansado, tiene calor, tiene sed. En Alem se va a bajar, se va a comprar
algo en los kioskos de las paradas de los bondis y se va a ir a la Boca a pasar
el fin de semana entre conocidos. Tal vez sea hora de tomarse unos días y
ponerse a pensar de qué vivir en el futuro; ya está grande para acrobacias. Tal
vez tenga que aceptar lo que siempre le dice el tipo de Once: “vos con ese
físico ya tendrías que salir de caño, guachin, si yo tuviera tu físico, sabés
como salgo a apretar”. Al menos, de caño, no lo van a moler a patadas en la calle.
Al menos de caño, alguno se llevaría con él, si es yuta mejor. Va a tener que
pensarlo cuando lo pueda pensar, si es que puede, porque hace un tiempo que se
dio cuenta que la realidad es, la mayor parte del tiempo, una cosa pastosa, gris e informe, acalorada,
aunque haga frío, aunque haya sol, él no puede salir de la neblina. Sólo de a
ratos, muy de a ratos, logra ver el día como debe ser que es. No sabe. No puede
detenerse en eso porque no sabe cuando es y cuando parece que es. Las cosas se
pusieron muy confusas desde que no está el Chilo para preguntarle.
El pibe de
los fixtures viene y se le sienta al lado casi llegando a Florida; le da medio turrón que alguien le regaló. Lo está mirando comer y le dice, con su voz clara, pero bajito: “no queré laburar conmigo
grandote? Yo necesito alguien que me cuide y vo tené que dejar la pelotita
porque te va a cagar de hambre, amigo, con eso. Yo consigo para vender, vo me
cuidá y vamo y vamo, qué decí?”
El lo mira,
no sabe bien que decir, pero el tren ya arrancó, le queda una sola estación, no
puede estarse así, en su neblina para siempre, algo tiene que decir: “¿cómo te
llamá?”
“Decime
Lucho si queré, así me conocen, Lucho, el de Chacarita. Y? Qué decí? Te
prendé?”
No sabe. No
es que no quiera o esté pensando en sus posibilidades, ni barajando
conveniencias, no sabe. Se acuerda del Chilo: ¿qué hubiera hecho si el muerto a
patadas fuera él? Y junto con el Chilo, se acuerda de la doña rusa y de dios y
de su mamá y otra vez del Chilo y decide que el Chilo hubiera llorado un
tiempo, pero a la larga se hubiera buscado un compañero. Finalmente él sonríe,
casi llegando a Alem, donde ya no se bajará. No irá a la Boca, no hoy, por lo
menos. Tiene un trabajo, un trabajo que
le va a su cuerpo demasiado grande para despertar pena en los subtes, y tiene una vida y ambas cosas parecen nuevas
sin estrenar, aunque sean de segunda o tercera mano, no importa, él ya está acostumbrado a tomar por nuevo lo
que no es. Intenta abrazar al pibe de los fixtures, que se ladea un poco (no le
gusta su olor adolescente, no le gustan mucho los contactos físicos con pibes
más grandes); él dice “ta bien, pero no me va a queré cagar porque te reviento
pendejo…¿tené ande dormir vo?” “Posta,
boludo, que no via tené…”. Y se ríen los dos. El pacto está sellado. Se sienten
campeones de la vida, aunque ni siquiera lo saben; no tienen palabras para saberlo.