domingo, 10 de octubre de 2010

PRIMER TRABAJO


Estas cosas sólo pasan en un colectivo atestado, donde el aire suele ser un ausente sin aviso y pueden experimentarse sensaciones extrañas, historias raras, y hasta un cierto amor por las cosas de la vida, como si fueran exactamente como uno quisiera.

El 105, a las ocho de la mañana, es un bote repleto de soñolientos que se mecen de acuerdo al humor del tránsito.

Viene juntando gente desde el conurbano y cruza la General Paz, adentrándose en la Capital por la Avenida San Martín. El que suba después de Juan B. Justo andará unas cuadras sin llegar a la máquina expendedora de boletos; por lo menos, hasta el Hospital Durand. Allí puede ser que avance unos casilleros, pague su pasaje y siga flotando de pie en la cubierta interior, entre las ondulaciones del tránsito, como en un barco de ciudad. A babor, a estribor, agarrarse bien, todos a popa, sostener el cuerpo que la inercia devuelve a proa. Casi un vals por la Avenida Díaz Vélez.

La piba era alta, morocha, de cabello corto, infaltable incrustación metálica en alguna parte –ceja, labio, nariz, da igual, se olvida el lugar exacto después de ver demasiados-. Arrastró su cuerpo por el pasillo: venía desde atrás, desde algún asiento abandonado a causa de su ansiedad por saber. Venía de la Provincia. Cuando llegó cerca del chofer, preguntó una dirección inaudible. El tipo respondió fuerte que aún quedaba muy lejos.

Se paró al lado de una vieja con un bolso demasiado grande para un 105 a la mañana, frente a una rubia no- rubia sentada de espaldas al avance de la nao, de camperita con cuello de piel sintética, que evidentemente había oído la dirección dada por la chica. Tendría unos sesenta años y sin que nadie le preguntara, sonrió y dijo:

-Desde dónde yo me bajo, son como veinte cuadras más…

- Ah…- dijo la joven como si le hubieran dicho lo que le dijeron: una inútil imprecisión. Pero como se veía muy educada, muy huérfana y muy rodeada por señoras mayores, creyó necesario aclarar:

- Es una entrevista de trabajo… Si bajo mal, llego tarde.

- Aaaaah…- vocalizaron las dos viejas a coro, y la rubia –no rubia preguntó:- ¿Primer trabajo?

- Si lo agarro, sí… –dijo la piba, como si conjurara el futuro:- Si lo agarro, me anoto en la Facultad el año que viene…

- Qué bien! –sonrió la rubia sentada y miró a la otra vieja para que dijera algo. Esta, tomada por sorpresa, atinó a preguntarle dónde iba. La muchacha dio una dirección de memoria y la del bolso enorme se sintió obligada a más:

- Vas a tener suerte. Y no vas a llegar tarde, vas a ver… Eso sí: cuando el colectivo tome por Irigoyen, no te bajás, esperás que vaya por Mitre, y bla bla bla …

La chica fruncía el seño como para guardarse todo entre los pliegues de la memoria. La rubia-no rubia aprobaba sonriente y cada tanto largaba un “claro!”, reafirmante como una crema con elastina.

A la altura de Gascón se quedaron calladas las tres. La rubia sonreía para adentro, tal vez porque era la que iba sentada. Tal vez porque pensaba en lo agradable que era volver a ver los pibes recién salidos del secundario buscando un trabajito, ilusionados con sus proyectos.

La otra vieja, en cambio, se puso seria y la mirada se le opacó. Tal vez porque iba parada o porque estuviera pensando cosas como: “tanta ilusión, ¿para qué? ¿Para triunfar como nosotras? Viejas, ajadas, subiendo cada día al colectivo bamboleante, con el deseo reducido a conseguir asiento, a llegar temprano, a volver lo antes posible, a tener más de un feriado al mes, a que no nos maten por veinte pesos, a…” (miró la sonrisa distraída de la rubia-no rubia y se dulcificó) “…y bue, también a jubilarnos y morir de viejas en nuestras camas, que después de todo es algo que está muy bien, cuando se han pasado tantas guerras en una sola vida.” ¿Enumeraba las dictaduras, las desapariciones inexplicadas, las inflaciones asfixiantes, los tsunamis del desempleo, los noventas idiotas y criminales, las culpas, los divorcios, las decepciones, el dosmiluno, ese año de mierda? Y sin embargo, “una ha sobrevivido y hasta tal vez logre morir de vieja.”

-Un triunfo! A otros les fue peor… - dijo en voz alta, e inmediatamente se puso roja y miró para abajo.

- ¿Cómo? –preguntó la chica.

- Nada. Se me escapó un pensamiento en voz alta –dijo sonriente y la rubia no-rubia la apoyó, cabeceando, como si entendiera.

- Ah…- contestó la piba, colgada de un caño para no caer arriba de ninguna de las dos.

Las compuertas del barco volvieron a abrirse y se produjo un flujo de gente que parecía como el de la sangre de aquel bicho enorme.

La chica se agarró fuerte; la vieja de cartera grande se dejó arrastrar, seguramente para estar más cerca de la puerta por donde deben descender los buenos ciudadanos, si ninguna causa especial amerita hacerlo por la que habilita sólo para subir. Hay días en que seguir las reglas reconcilia con la vida.

Cuando ya estaba a punto de abrirse la puerta, no pudo reprimir un maternal consejo innecesario, como lo son todos los maternales consejos:

- Hacele caso a la señora… Chau!

La piba asintió seria y la rubia –no rubia sonrió y la saludó con la mano. Por un momento, habían vuelto a ser una sociedad, un clan donde los mayores cuidaban a los menores, donde las mujeres tenían sus complicidades…

La sístole interna del pasillo la empujó suavemente por el agujero abierto, hacia la vereda. Una diástole imperceptible bombeó gente al revés, apenas unos pasos, y las cosas parecieron equilibrarse otra vez. La compuerta se cerró y el bondi se metió otra vez entre las olas de tránsito con esa fragilidad y alegría de los barcos que se saben transportando sueños en un lugar inadecuado.

viernes, 8 de octubre de 2010

Asomate a la vergüenza, cara de poca ventana…

Alguna vez he sido rica en ventanas con árboles cuya fruta se alcanzaba con sólo estirar la mano, caminos que se perdían en el horizonte, barcos sobre la mar, plazas con niños y perros, cableados geométricos mezclándose con flores y gatos… Hasta recuerdo una ventana-balcón en Las Palmas, que me permitió seguir una huelga de basureros viendo amontonarse en la vereda de enfrente basura, ratas, olores nauseabundos y desesperaciones occidentales y cristianas, sin correr mayores riesgos sanitarios.

Ahora, me veo un poco más pobre de ventana, aunque podría creerse otra cosa si se juzga por las cantidades, siempre tan engañosas: tengo dos ventanas y una puerta-balcón que dan a un patio interior, al fondo del edificio, en la planta baja. Puede parecer mucho o suficiente. Sin embargo, la puerta-balcón no cuenta: es puerta. La de la cocina es translúcida, velada como una turca ismaelita.

Sólo queda la del dormitorio. Desde allí veo un rectángulo muy armonioso -tal vez tenga las proporciones áureas-, de piso de granito. Una caja de un metro y medio de ancho y tres metros y medio de largo, cuyos laterales se pierden en las alturas, dejando ver por una punta más baja, balcones lejanos y un cacho de cielo que es el encargado de transmitir el verdadero estado del tiempo, desde que no se puede confiar demasiado en los informes televisivos. Cuando el viento chifla desde ese extremo que da al mundo de afuera, la ropa baila en el tendedero graciosamente.

Recientemente han pintado de color salmón muy claro ese hueco que ridículamente llaman pulmón del edificio. El piso se llenó de manchas de pintura que ha caído de las paredes de los pisos superiores, agravando la situación del granito, ya de por sí tan indisciplinado en su diseño.

Sobre el piso, hay macetas con plantas y una pileta para lavar ropa bajo la ventana de la cocina, que tiene vidrios translúcidos, como tres claraboyas sucesivas, una sobre otra, parece una maquinita de afeitar de esas modernas de tres hojitas, pero éstas se abren y cierran con una sola palanca ubicada en el vano. Esa ventana deja salir olores de comida y deja entrar la luz de la mañana con fuerza, los gritos de los paraguayos de la obra de enfrente, que se chascarrean en guaraní y nada más. Nada puede verse desde allí, ni aún abriéndola toda, apenas el piso si uno se asoma entre hoja y hoja.

Volvamos a las macetas: una “estrella federal” con pocas hojas, creciendo lentamente cerca de la pileta. Me recuerda el litoral y los montecitos bajos. En ninguna casa de la costa falta una. Aquí tampoco, aunque se sienta desolada frente a tanto fulgor de pintura nueva y tan poco olor a río. Enfrente, la lavanda y el romero, en la misma maceta, exigiendo poco y dando mucho a la armonía general de la casa, a los roperos y a la olla. Hace poco se entrelazaron por algunos días en las ramitas más altas, las que llegan a treinta centímetros del piso, pero luego se separaron. Tal vez la mezcla de aromas no resulte pertinente, vaya uno a saber.

Un poco más lejos, la menta-limón, que se hace la invasora, pobre, sin darse cuenta que los bordes de la maceta cuadrada son todos sus límites. Hasta ahí llega, aunque quisiera llegar más allá, está en su naturaleza. Le puse “el joven Colón”. Le hace falta un cartógrafo portugués que la convenza que el piso de granito no es tan indiferente como parece y los bordes de la tierra no son una esperanza vana.

Al fondo, debajo del tendedero fijo en la pared, dos recuerdos del conurbano, cuasi cadáveres, esperando volver a ejercer su oficio y su poder en alguna nueva mudanza: la parrillita en desuso, tapada con plástico negro, y, sobre ella, la ruda. Ni crece ni decrece, allí está acompañando la espera. Algún día volverán los asados y los conjuros. El reglamento del edificio no permite ninguna de las dos cosas, pero eso no significa la muerte de nadie. Apenas un intervalo.

La pared de enfrente a mi ventana verdadera, la del cuarto, muestra una serie de tocayas ubicadas de a dos, como ojos, que indican la cantidad de pisos del edificio: tres. Sólo se abre el ojo izquierdo más alto. Se abre a la mañana y se cierra a la noche. Tiene un mosquitero roto que resulta tan molesto como una catarata, y una cortina azul detrás, como el iris de un viejo. Tuerto, porque el otro ojo siempre está de párpado caído.

Los demás, permanecen con las persianas bajas siempre, de día y de noche, no me miran, tal vez ni saben que yo los miro a ellos esperando el milagro de la comunicación visual.

Si uno logra quedarse hasta las once de la mañana en casa, por algún raro motivo, por la ventana ingresan acordes de piano durante una hora y media aproximadamente. No es cada día, sino algunos; no es siempre la misma lección ni la misma práctica, es variada. Alguien toca por placer. Tal vez detrás de las ventanas cerradas del segundo piso. Por alguna razón inexplicable, se me ocurre que en el primero nadie puede tocar el piano. De allí llegan llantos de bebés, reclamos de niños, alguna pelea matrimonial, muy de tanto en tanto.

Una noche de sábado, hubo en el primer piso, justo arriba, un ojo encendido casi tres horas, lleno de gritos de “truco” y “vale cuatro”, voces masculinas, jóvenes y algo alteradas por el alcohol, que subían y bajaban repentinamente, arrancando a los demás pisos de sus sueños. Eso es lo más apasionado que he vivido en el pulmón interior del edificio, abriendo la ventana. Dos semanas después, se mudaron, llevándose la jaula con el jilguero que me llenaba de cascaritas y semillas el hueco junto a la puerta. No lo ví mucho, pero lo oía cantar y fue la ausencia de canto el indicio de la mudanza.

En fin, no es demasiada ventana para quien gusta de mirar. Como decía la Juana de María Elena Walsh: “Sé que ustedes pensarán/ qué pretenciosa es la Juana, /cuando tiene techo y pan/ también quiere la Ventana./ Soy como soy,/ miro un poquito y después me voy…”