sábado, 28 de abril de 2012

La ilusión del control o El control de la ilusión

El tipo fue al médico del modo en que van todos los tipos: cuando no le queda más remedio.
Llevaba en la mano un sobre, y adentro, los resultados de los últimos estudios y análisis.
Cualquiera que observara un poco al tipo sentado allí,  en la sala de espera, se daba cuenta  de que  padecía. Estaba pálido, las mandíbulas apretadas, el pensamiento caminando rápido dentro de la cabeza, más rápido de lo aconsejado. Sudaba, se secaba el sudor y a veces se refregaba los ojos con las manos como para borrar las órbitas. Apoyaba los codos en las rodillas, la cara en las manos, miraba la nada,  se alisaba el pelo y cerraba fuerte los ojos, tirando la cabeza atrás,  implorando hacia el cielo que debía estar más allá del techo de la sala de espera, un poco de alivio, de piedad.
El tipo tenía miedo. Mejor sería decir pánico. Todos sabemos que frente al sufrimiento espiritual, los dolores internos y externos del cuerpo resultan pocos. Tenía miedo de las palabras que estaban escritas dentro del sobre, palabras que comprendía a medias, palabras que le atemorizaban por su falta de precisión, por su languidez para decir, por su displicencia para insinuar. El terror le dolía en el cuerpo entero,  la ansiedad lo convertía en un desesperado.

Finalmente, la puerta del consultorio se abrió, salió una señora sonriente diciendo "gracias doctor" y se oyó el grito fatal:
- González!
El tipo entró al consultorio, cerró la puerta. El que llamaba, el médico, estaba sentado detrás de su escritorio. Se levantó  sonriente y extendió la mano:
-Cómo anda González?
El tipo no devolvió la sonrisa del profesional, ni respondió la pregunta de rigor, pues pertenecen al grupo de las que pueden no ser respondidas, pero si tomó educadamente la mano de bienvenida con un laxo apretón. Se sentó. En la silla para pacientes, frente al escitorio. Extendió el sobre y esperó.
El médico abrió el sobre, leyó un rato, escribió en su computadora,  releyó, subrayó en el papel con su lapicera y dijo "ajá" algunas veces. Miró al hombre que esperaba:
-  Tenemos unas cuantas cosas para arreglar amigo.
-  Digame
El galeno comenzó a desgranar reprimendas señalando con su lapicera la hoja de papel con los resultados, emitió sabios consejos, escribió recetas, dió indicaciones, algunas francamente tenían tono de burla, para qué nos vamos a engañar,  otras sonaban a prohibiciones.
Le entregó a González  varios formularios de recetas, otros tantos de indicaciones y finalmente dijo:
-   Dudas, preguntas?
-   Mire doctor, yo soy un pobre tipo, no tengo nada importante. De lo único que siempre me jacté, es de tener tiempo. Pero últimamente ni eso, porque se me han adueñado de las horas del día y de la noche. De día, el trabajo, nueve horas por reloj, dos horas de viaje, amontonado en colectivos y trenes, se hacen once. Llego reventado, miro un poco de tele para enterarme que pasa en el mundo y se me vienen encima las obligaciones familiares: que bañate, que a comer, que necesito plata para esto, que hay que reservar las vacaciones, que tenés que sacar turno para el dentista, que llevame la basura afuera negro por favor, que papá el auto hace un ruido raro, fijate si el fin de semana le podés echar una ojeada. Me voy a la cama reventado y pensando “mañana será otro día", como si eso fuera un pensamiento original. A las cuatro de la madrugada, ya me despierto y empiezo a taladrarme con todas las cosas que tendré que hacer y no me puedo olvidar, de la que después me olvido la mitad…

El médico miró su reloj con impaciencia, se acodó en el escritorio, lo miró fijo y dijo ajá.
 - Resumiendo doctor, usted no tiene la culpa de que yo haya perdido el control de mi tiempo y no le voy a hacer perder el suyo ahora. Cuánto me queda? Digame la verdad. En cuánto tiempo cree que me voy a morir? Porque al menos quiero controlar el tiempo que me falta.
El doctor lanzó una carcajada divertida, se paró, dio la vuelta, lo palmeó y dijo cosas como "hombre no sea exagerado, que morirse no es tan fácil, si usted hace un poco de caso, se pone en tratamiento y deja los malos hábitos, un poco de deporte, algo de dieta, tomar los remedios, blaablabla, esto se puede corregir, vive cien años y nos entierra a todos y debería tomarse las cosas de otro modo disfrutar más los momentos, el estrés es algo  muy destructivo, es bueno tener un hoby ( dijo jobi, claro, pero se entiende a qué se estaba refiriendo), seguramente habrá cosas que a usted le gusta hacer y le alivian la tensión que siente, tal vez consultar un psicólogo, que no son para cundo uno está loco sino para cuando uno está cuerdo y siente que ha perdido el dominio de su vida, bla bla bla".
El tipo sonreía. Pero no nos engañemos. El tipo sonreía porque había entendido las reglas del juego: el médico no le diría lo que quería saber, estaba tratando de consolarlo y convencerlo y pidiendo "por favor, sonría, convenzasé, no me haga esto amigo, ya le di las recetas, vuelva el mes que viene, no me pida imposibles, tengo diez pacientes más en la sala y la obra social paga cuando se le canta pero yo los tengo que atender igual, qué se cree, que yo tengo el recetario de la inmortalidad, que yo juego al tenis los sábados porque me gusta, que no estoy podrido de manejar en las horas pico y soportar a mi propia mujer y mis propios hijos?" 
 El tipo sonreía por solidaridad, porque se daba cuenta que el otro no podía o no quería responderle y no sabía cómo reparar el agravio que le había infligido con tamaña pregunta. Y así, sonriendo con esa amargura que solo dejan traslucir ciertas sonrisas, se paró, metió todos los formularios en el bolsillo del saco junto con el sobre doblado al medio, estiró la mano, la estrechó con fuerza y dijo “gracias doctor”. El médico dijo algo de forma y se despidieron.
Cuando el tipo salía, escuchó que gritaba un nombre y vio a un tipo igual que él de desgraciado, pararse y enfilar hacia el consultorio.
En la calle, prendió un cigarillo, miró hacia ambos lados: a la izquierda,  a dos cuadras, Rivadavia; a la derecha, a cinco cuadras, Corrientes. Decidió enfilar hacia Corrientes, caminar un poco y comerse una buena pizza antes de llegar a casa. Después de todo, el doctor tenía razón, el tiempo se recupera de a ratitos, haciendo lo que a uno le gusta.
Mañana, en la fábrica, le pediría al supervisor el teléfono de ese especialista del que siempre hablaba y le llevaría todo, para tener una segunda opinión. Después de todo, carajo, era su derecho saber cuánto tiempo le quedaba y usarlo como se le cantara.
Eso estaba decidiendo, eso y tirando el pucho en el cordón de la vereda donde había apenas un poquito de agua, para que se apagara, cuando, nadie supo cómo, el interno veintisiete de la línea ciento cinco se subió a la vereda y terminó aplastado contra un edificio.
Hubo dos muertos: el chofer del colectivo, que tal vez tuvo un paro cardíaco previo al accidente, no se sabe bien aún, y un peatón de apellido González,  según se supo por la documentación que llevaba encima,  que en ese momento caminaba cerca del borde de la acera, en dirección a Corrientes, y fue aplastado por el bondi contra la pared. Los pasajeros de la unidad siniestrada, informó la policía, están contusos, derivados en diferentes nosocomios, pero ninguno reviste heridas de gravedad.

domingo, 22 de abril de 2012

Yo maté al Principito



Tomado de la página de Facebook de El Tomi Müller,  Barcelona.
EL ÁNGEL DE LATA / LOS VUELOS RASANTES DEL ÁNGEL DELATOR (Febrero de 2008)



El pescador Jean Claude Bianco tenía los ojos acostumbrados a los destellos del sol cuando recogía las redes sobre su barca en las aguas del Mediterráneo al este de la isla de Riou, frente a Marsella. Eso fue lo que le facilitó distinguir un resplandor diferente entre el brillo de las escamas, un reflejo de la suerte al que atrapó entre sus manos y le sacudió la arena húmeda del fondo del mar aquella mañana del 27 de octubre de 1998. Era un trozo de tela calcinado adherido a un objeto de plata en el cual podía leerse una inscripción, “Saintex y Consuelo“.
La historia tiene la mala costumbre de ocultar los recuerdos bajo el mar, bajo la tierra o bajo un manto de dudas, pero la humanidad carga aún con una inconducta mayor que es la de tergiversar los hechos, mentir la realidad o silenciar las verdades. La historia se libera así del pecado del error, que como todos sabemos, humano es.
Ese mismo martes de octubre, por la tarde, el director de la empresa Comex, Germain Delauze, daba la noticia en la radio France Provence. Un pescador había encontrado la pulsera grabada de Antoine de Saint Exupery, autor de “El Principito”, quien un 31 de octubre de 1944 pilotando su Lightning P 38 había despegado de la isla de Córcega y ese mismo día desapareció misteriosamente.
No fueron muchos los que creyeron en la autenticidad de la pulsera aunque ya nadie pudo detener la curiosidad de los buscadores, quienes concentraron todos sus esfuerzos en esa zona hasta que dos años más tarde, después de que unas burbujas bailaran delante de la escafandra del submarinista profesional Luc Vanrell, apareciera ante sus ojos como un tesoro sumergido, una pieza del Lightning P 38 .
La justicia y la injusticia son hijas dilectas de la historia y, a pesar de que ni siquiera ella misma sabe cuál de las dos nació primero, cada vez que una encubre, la otra devela y cada vez que la otra devela, una encubre. La memoria y el olvido, como contrapartida, son los hijos naturales de la humanidad jugando a las escondidas en el patio trasero de la vida, un día cuenta una, otro día cuenta el otro y el que no se escondió se embromó. Pero la memoria, sépanlo desde ya, siempre le termina haciendo la pica al olvido.
Horst Rippert, un piloto alemán ochentón, cerró el periódico casi sin pulso luego de leer la noticia. Tres años después del hallazgo del buzo se habían podido extraer del fondo del mar los restos del avión de Saint Exupery. Rippert proyectó en su mente el cielo marsellés de aquel mismo 31 de octubre y se volvió a ver persiguiendo al creador del Principito por los aires irrespirables de la guerra.
Cuando Rippert sopló las ochenta y ocho velitas vio como una metáfora el mismo humo que despedía el Lightning P 38 herido de muerte por sus balas y tenía a los periodistas del diario “La Provence” encima de su silencio. El 15 de marzo del 2008 un grupo de investigadores llamó a la puerta de su casa. Rippert se asomó, quien sabe si más orgulloso que arrepentido, y dijo -Pueden dejar de buscar, yo maté a Saint Exupery-.
Quizás para ser completamente sincero debió haber dicho “yo maté al Principito“. La historia tiene la capacidad infinita de inyectar las dosis justas del tiempo que necesitan las almas para develar sus secretos. Dicen que todo está escrito y es cierto, pero el tema es que está sin publicar, la historia, por ende, es inédita hasta que la edita la memoria de los seres humanos.

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sábado, 21 de abril de 2012

Vicisitudes de un escritor

Lo más voluminoso en un libro no es lo que se dice, sino lo que se calla. Cuántas palabras amontonadas en el basurero por cada una que se escribe sobre el papel.

El escritor tiene miles de palabras e ideas bombardeando su cabeza segundo tras segundo, pujando por salir y organizarse con otras para dar sentido a la vida. La mayoría de ellas son abortadas, como los espermatozoides y los óvulos a lo largo de una vida humana o animal: la mayoría se queda sólo en posibilidad, potencia pura, sin poder desarrollarse y generar algo inteligible para los demás.

Hay momentos en que el silencio se hace en la cabeza y se siente paz. Ninguna necesidad de decir nada. Otros en que la cabeza comienza a doler, a pesar, se siente un dolor en los hombros, el cuello, parece que la mollera va a estallar. No es resaca, es amontonamiento excesivo de decires no dichos, porque no hubo espacio, o tiempo o dedicación o voluntad, y las cosas no desaparecen, van amontonándose allí como en un basurero. Empiezan a largar mal olor y hay que darle un canal de salida o vaciarse de golpe o lo que sea, pero el caso es que no se aliviará la tensión mientras no se afloje la presión de las palabras sueltas, olvidadas, mancilladas, abortadas, residuales, que conforman el universo completo de un pequeño texto, sea cual sea, desde una novela de mil páginas al recado para el almacén con las compras de la semana, que todo alivia al que suele amontonar palabras.

Hay periodos muy meticulosos, en los que cada idea es anotada, cada surgimiento es registrado en alguna parte, con lo que se mantiene en equilibrio la presión interna. Pero luego viene la melancolía de releer esas frases sueltas, esas ideas sueltas y no tener la menor idea de qué se pretendía decir con ellas, por qué se las registró, a qué vericuetos llevaban, a qué historias representaban, en qué personajes encajaban.

Es verdaderamente verdadero que sólo escribe quien no puede dejar de hacerlo.

En muchas ocasiones esa pulsión se reprime con desastrosos resultados para la salud y el medio ambiente, pues la tensión se traslada al aire, que empieza a tener consistencia de manteca, las palabras afloran de cualquier manera generando conflictos innecesarios e incomprensibles, o afloran frente al espejo o frente a la hoja en blanco, ya que demasiado empuje interior hace que todas las palabras pugnen por salir juntas y se arme un terrible pastiche sobre la hoja, inmanejable y sin rumbo, que no se sabe hacia donde se dirige y para qué, dejando algunas veces al escritor anonadado y otras simplemente estéril frente a su propia furia lingüística. Por lo que lleno de horror frente a su mundo interno, opta por guardar silencio, la hoja sigue en blanco, la tensión no se alivia y todo comienza a volverse insoportable, llevando a la depresión, el alcohol y hasta el suicidio. Esto es en los casos más graves, en los menos graves, simplemente ese espantoso y patético rejunte de palabras quedará como un borrador al que jamás se regresará o al que tal vez, valientemente, se intente dar forma de algo, pero sin mayores expectativas.

Pero no todo es siempre tan espantoso.

Existen esos periodos de cierta calma que permiten dedicar cada día media hora a dejar aflorar palabras, manteniendo el frágil equilibrio interior. Para eso ha resultado de gran ayuda la Internet y las redes sociales, pues a veces una pequeña frase bien dicha, suele despertar el beneplácito de otros que hacen sus comentarios y definen su gusto o disgusto al respecto, con lo que se le permite al escritor lo que se llama “despuntar el vicio” sin reventar de palabras. Algunos dicen que estas herramientas atentan contra el arte y la disciplina de escribir a diario para que los demás lean, lo que en realidad es una contradicción grosera y que no merece siquiera consideración, pues desde que existe la Internet cada escritor tiene más lectores de los que tuvo en toda su anterior vida sin redes. No se puede obviar que la mayoría de nosotros apenas escribe para sí, la familia y algunos jurados de concursos en el mejor de los casos, mientras que en la Internet hay una vidriera que permite que mayor cantidad de personas lean lo que uno a duras penas logra hilar y dejar por escrito. Que si es virtual, que si desparece, que si te lo roban, esas son todas entelequias para las enormes mayorías de escritores impedidos por el sistema de mercado del libro, de acceder verdaderamente al público lector que lo juzgue, independientemente de los jurados y los coordinadores de talleres, que suelen ser más bien competidores que sanos lectores.

También está el tema de la responsabilidad sobre lo que se dice,. Convengamos que en estas épocas podría considerarse un tema casi sin importancia, dada la cantidad de barbaridades que se leen por allí. O, por el contrario, y justamente en razón de ello, una cuestión de primordial atención para quién seriamente se tome esta imposibilidad de guardarse sus palabras y sus silencios en su cabeza, sin riesgo de que estalle.

El tema de la responsabilidad es similar en todos los ámbitos. Nos enseñan que se debe ser responsable sobre lo que se dice, lo que se publica, pero también sobre lo que se come, lo que se bebe, lo que se hace y deja de hacer en el trabajo, la crianza de los hijos y las relaciones de pareja o de amistad. Pero la realidad es muy otra: todavía los seres humanos no venimos con un manual de instrucciones respecto de ninguna de estas cosas. En todas ellas somos fruto de la educación, la cultura y las decisiones que vamos pudiendo tomar en cada caso. Uno quisiera seguir una dieta equilibrada, no pasarse de copas, jamás gritarle a los hijos cuando nos exasperan, manejar prudentemente la bicicleta o el automóvil, hacer gimnasia regularmente y ser impecablemente eficiente en su trabajo. La experiencia personal de cada uno grita en este momento que nada de eso es sencillo. Incluso, a las personas que lo logran con un esfuerzo rayano en la heroicidad, se les suele llamar obsesivas y se les encuentran miles de defectos y carencias vinculadas a su capacidad para hallar la perfección en cada cosa.

A los escritores en general, esa obsesión se le clasifica como talento y suelen recibir premios por ello, con lo que hay una gran injusticia respecto de aquellas señoras que han logrado llegar a los setenta años con el mismo peso que a los veinte y luego de tres partos, por ejemplo. O los que han logrado pasarse una vida haciendo ejercicios físicos y tienen una salud de hierro o los que dominaron al cigarrillo y el alcohol. Casualmente, muchos de los obsesivos premiados en el mundo literario, suelen ser horribles fumadores empedernidos, alcohólicos irredentos y tremendos violentos con sus familias. Hay quien perdona todo esto sólo porque es tan talentoso. Y hay quienes en su afán de imitar lo exitoso, imitan las conductas externas y las consecuencias de la obsesión por escribir, sin sentarse jamás a desarrollar una línea. Supe conocer a quienes se vestían como Cortazar, fumaban como Onetti, tomaban como Hemingway, eran sádicos y violentos como un personaje de Arlt, se fueron a vivir a Colombia o las Canarias o Cuba, donde viven los premios Nóbel, pero jamás pudieron escribir más de cien líneas seguidas, ni siquiera por Internet. Y si escriben alguna cosa, copian el estilo del escritor que en cada etapa de su vida van imitando, lo que no sería del todo malo si persistieran hasta hallar su propia voz, pero en esas quedan y muy satisfechos por cierto.

Eso no me lo contaron, lo he visto yo, que tengo mis años y he tenido la posibilidad de seguir de lejos los esfuerzos de grandes leedores de biografías, que mejor hubieran hecho en sentarse a escribir, en lugar de perder tanto tiempo imitando lo menos importante de sus adorados autores de cabecera.

De alguna manera debo estar salvada de ese accidente vital porque mi admiración mayor está dirigida a alguien a quien no podría siquiera igualar, pues fue hombre, soldado, manco, jugador y vivió en lugares y épocas donde ya no podría vivir. Claro que si me ven algún día frecuentando tabernas vestida como en el siglo XVI, jugándome el sueldo y profiriendo improperios contra Dolina, con la mano entumecida sin razón, escribiendo con pluma o lapicera fuente en lugar de una netbook, deberían avisar inmediatamente a la familia para que tome medidas, pues nadie está exento de creer que imitando a otro conseguirá los mismos resultados que éste.

Otro tema que es digno de mencionar, es todo lo referente al mito de que la actividad de escribir está alejada del comercio y el mercado. Lo mismo que la actividad plástica o el cine o el teatro o la música o la danza, se pretende que son trabajos, pero a la vez se ignoran las leyes mercantiles que pesan sobre ellas, creando la ilusión de que los que se dedican a este tipo de tareas humanas son especiales, dotados de manera diferente, una especie de mutantes-vínculo entre los hombres y los dioses.

Ese marketing que inventaron los románticos para vivir de los frutos de su trabajo, escondiendo el comercio que hacían con sus productos para venderlos mejor a la burguesía que se sentía culpable de sus éxitos a costa de la sangre y el sudor de tantos proletarios, tenía su tradición en los mecenas de la edad media y en la relación que siempre existió entre intelectualidad y poder. Las artes son sin duda alguna, liberadoras en sí mismas, un foco de espiritualidad que eleva al ser humano a su condición divina cuando la experimenta, razón por la cual siempre ha resultado conveniente encerrar esa capacidad de crear y de disfrutar en pequeñas élites controlables. Tanto los que producen como los que disfrutan, están numerados, identificados, como presos en una cárcel, de manera de evitar que se configuren motines o que, de configurarse, puedan ser rápidamente sofocados.

La literatura como toda actividad plenamente humana es producto pasible de comercio. Vivir de ella es algo que sólo pocos pueden hacer. Esos pocos, naturalmente, cuidan la quinta. Otros, que han llenado sus platos con lentejas conseguidas en tareas paralelas a las de su creación literaria, han mostrado una libertad de expresión y de conducta que resulta peligrosa. Por lo que es mejor adocenar desde muy jóvenes a los que prometen, por medio de concursos y subsidios y publicaciones que los atan a una vida determinada por la empresa editorial, en el mejor de los casos, o a la sensación de derrota y fracaso porque no se consigue lo que los primeros premios logran, en la mayoría de los casos, no los peores. Es decir, por cada concurso donde un escritor se consagra, cien se frustran. Por cada original que se publica, cien se tiran a la basura por razones meramente comerciales. Y si se toman el trabajo de leer las recomendaciones editoriales para “triunfar” en el mercado del libro, se refieren todas a consejos relacionados con el mercadeo de originales y la presentación de los mismos, más que a cuestiones vinculadas con la técnica del buen decir o lo interesante de la historia a contar.

Así, el librero ha determinado la existencia de diferentes públicos a los que conviene mantener contentos, por lo tanto se sugiere verificar antes de enviar un libro a la selección editorial, que se determine si es para “jóvenes”, para “clase media”, para “empleados” para “otros intelectuales” para “presuntos grupos revolucionarios”, pues si el mercado determina mayor consumo de un grupo u otro, las chances crecen o decrecen. Y el libro que hoy es rechazado y genera la depresión de su autor, bien puede, por razones estrictamente comerciales, ser un “best seller” dentro de unos meses cuando determinados grupos de presión y formación ideológica predominen sobre otros.

Esto que se describe no es ni bueno ni malo en sí mismo, pero nunca se explicita y el escritor debe aprenderlo solo, creyendo las más de las veces que su “fracaso” se debe a su falta de talento. En el peor de los casos, sucede lo que a John Kennedy Toole, autor de un solo libro que vale por cien: “La Conjura de los necios”. Se suicidó tempranamente por no poder publicarlo. Luego de esta desgraciada situación, su madre logra que una editorial lo haga, llevando cientos de ediciones y traducciones post-mortem. La novela, increíblemente divertida y generosa, no cambió en absoluto después de la muerte de su autor, asesinado por un mercado editorial que le negó el éxito que verdaderamente se merecía. En otros casos, menos trágicos, el rechazo lleva a situaciones lamentables tales como dejar de escribir aumentando la violencia interna, dedicarse a escribir para otros, o terminar como empleado de juzgado con buena redacción que realiza el trabajo del juez impecablemente para comer a diario.

Por supuesto que todo este sistema perverso de determinación de talentos (que también funciona en las restantes disciplinas vinculadas al arte), cuenta con la complicidad más o menos conciente de los exitosos. Indudablemente, quienes lograron llegar al podio y vislumbran una vida pagada por regalías, conferencias y talleres literarios, no querrán dejar ese lugar por nada. Entonces se ven obligados a ser parte de la gran farsa y asumir que son sus talentos especiales y cuasi divinos, los que los ha llevado al lugar donde están y no la fuerza del bamboleante mercado editorial. El que a su vez, es manipulado y medido a conciencia por los sectores de la intelectualidad que trabajan a destajo para los grupos de poder, los que no están precisamente constituidos por escritores o lectores avezados, sino por economistas y CEO’s como los de cualquier empresa, incluyendo al mismísimo Estado, donde ocurren similares cosas en relación con las “vocaciones” por lo social y lo político.

El escritor exitoso no puede ni debe dejar su lugar, pues su razón de ser y existir se vendría al suelo y necesitaría cuanto menos, terapia de apoyo para salir de su depresión. Además, suelen ser personas talentosas, tanto como otras que no triunfan en el mundo editorial, y aunque vislumbren todo esto y se rebelen a esta triste realidad que se descubre generalmente cuando ya es está adentro, o se descubre y se acepta antes de entrar y como condición previa, a veces no saben cómo hacer para romper el hechizo, pues es poderoso y suele consumirlos, al mismo tiempo que los consume la culpa, la depresión y diversas adicciones. Tal vez, por eso son pocos los que llegan a edades avanzadas, generalmente los que rompen esos moldes con sus actividades políticas o los que conociendo estas situaciones, deciden que las aceptarán en nombre de su posteridad sin ninguna preocupación ética que los desvele.

De todas formas, no es la idea caer en la trampa de criminalizar a la víctima. Estos escritores “exitosos” o exitosos, muchas veces apenas si pueden con sus vidas y no son los responsables de todo este sistema que derrota por anticipado a tantos talentos intelectuales, sino que son parte del juego, cómplices más o menos concientes de su funcionamiento.

Hoy han aparecido, con el reforzamiento de la vida democrática, muchos escritores jóvenes que rompen con todos estos mecanismos. Crean grupos, colectivos, sellos editoriales, exprimen la ley del libro todo lo que pueden, facilitan las cosas a los noveles, exigen la creación de normas que contemplen las diferentes realidades regionales y denuncian las corruptelas del sistema de mercadeo de ideas.

No sé si serán más o menos felices que los de las generaciones anteriores, pero al menos tienen recontra claro que no deben juzgar sus talentos por la cantidad de publicaciones que logran efectuar. Y en eso tiene mucho que ver Internet y la democratización de lo que se dice para que otros puedan leerlo.

Siempre habrá gente más talentosa que otra, eso es indudable y de muy difícil reversión. Lo importante es que cada uno pueda descubrir los propios talentos sin presiones externas que decidan cuáles son mejores y cuáles peores, como si hubiera una divina clasificación que en realidad, como todas las cosas que se pretenden de divina elección, está dictada desde el escritorio de un comerciante que determina la medida del talento por los rindes económicos que le producen.