viernes, 8 de octubre de 2010

Asomate a la vergüenza, cara de poca ventana…

Alguna vez he sido rica en ventanas con árboles cuya fruta se alcanzaba con sólo estirar la mano, caminos que se perdían en el horizonte, barcos sobre la mar, plazas con niños y perros, cableados geométricos mezclándose con flores y gatos… Hasta recuerdo una ventana-balcón en Las Palmas, que me permitió seguir una huelga de basureros viendo amontonarse en la vereda de enfrente basura, ratas, olores nauseabundos y desesperaciones occidentales y cristianas, sin correr mayores riesgos sanitarios.

Ahora, me veo un poco más pobre de ventana, aunque podría creerse otra cosa si se juzga por las cantidades, siempre tan engañosas: tengo dos ventanas y una puerta-balcón que dan a un patio interior, al fondo del edificio, en la planta baja. Puede parecer mucho o suficiente. Sin embargo, la puerta-balcón no cuenta: es puerta. La de la cocina es translúcida, velada como una turca ismaelita.

Sólo queda la del dormitorio. Desde allí veo un rectángulo muy armonioso -tal vez tenga las proporciones áureas-, de piso de granito. Una caja de un metro y medio de ancho y tres metros y medio de largo, cuyos laterales se pierden en las alturas, dejando ver por una punta más baja, balcones lejanos y un cacho de cielo que es el encargado de transmitir el verdadero estado del tiempo, desde que no se puede confiar demasiado en los informes televisivos. Cuando el viento chifla desde ese extremo que da al mundo de afuera, la ropa baila en el tendedero graciosamente.

Recientemente han pintado de color salmón muy claro ese hueco que ridículamente llaman pulmón del edificio. El piso se llenó de manchas de pintura que ha caído de las paredes de los pisos superiores, agravando la situación del granito, ya de por sí tan indisciplinado en su diseño.

Sobre el piso, hay macetas con plantas y una pileta para lavar ropa bajo la ventana de la cocina, que tiene vidrios translúcidos, como tres claraboyas sucesivas, una sobre otra, parece una maquinita de afeitar de esas modernas de tres hojitas, pero éstas se abren y cierran con una sola palanca ubicada en el vano. Esa ventana deja salir olores de comida y deja entrar la luz de la mañana con fuerza, los gritos de los paraguayos de la obra de enfrente, que se chascarrean en guaraní y nada más. Nada puede verse desde allí, ni aún abriéndola toda, apenas el piso si uno se asoma entre hoja y hoja.

Volvamos a las macetas: una “estrella federal” con pocas hojas, creciendo lentamente cerca de la pileta. Me recuerda el litoral y los montecitos bajos. En ninguna casa de la costa falta una. Aquí tampoco, aunque se sienta desolada frente a tanto fulgor de pintura nueva y tan poco olor a río. Enfrente, la lavanda y el romero, en la misma maceta, exigiendo poco y dando mucho a la armonía general de la casa, a los roperos y a la olla. Hace poco se entrelazaron por algunos días en las ramitas más altas, las que llegan a treinta centímetros del piso, pero luego se separaron. Tal vez la mezcla de aromas no resulte pertinente, vaya uno a saber.

Un poco más lejos, la menta-limón, que se hace la invasora, pobre, sin darse cuenta que los bordes de la maceta cuadrada son todos sus límites. Hasta ahí llega, aunque quisiera llegar más allá, está en su naturaleza. Le puse “el joven Colón”. Le hace falta un cartógrafo portugués que la convenza que el piso de granito no es tan indiferente como parece y los bordes de la tierra no son una esperanza vana.

Al fondo, debajo del tendedero fijo en la pared, dos recuerdos del conurbano, cuasi cadáveres, esperando volver a ejercer su oficio y su poder en alguna nueva mudanza: la parrillita en desuso, tapada con plástico negro, y, sobre ella, la ruda. Ni crece ni decrece, allí está acompañando la espera. Algún día volverán los asados y los conjuros. El reglamento del edificio no permite ninguna de las dos cosas, pero eso no significa la muerte de nadie. Apenas un intervalo.

La pared de enfrente a mi ventana verdadera, la del cuarto, muestra una serie de tocayas ubicadas de a dos, como ojos, que indican la cantidad de pisos del edificio: tres. Sólo se abre el ojo izquierdo más alto. Se abre a la mañana y se cierra a la noche. Tiene un mosquitero roto que resulta tan molesto como una catarata, y una cortina azul detrás, como el iris de un viejo. Tuerto, porque el otro ojo siempre está de párpado caído.

Los demás, permanecen con las persianas bajas siempre, de día y de noche, no me miran, tal vez ni saben que yo los miro a ellos esperando el milagro de la comunicación visual.

Si uno logra quedarse hasta las once de la mañana en casa, por algún raro motivo, por la ventana ingresan acordes de piano durante una hora y media aproximadamente. No es cada día, sino algunos; no es siempre la misma lección ni la misma práctica, es variada. Alguien toca por placer. Tal vez detrás de las ventanas cerradas del segundo piso. Por alguna razón inexplicable, se me ocurre que en el primero nadie puede tocar el piano. De allí llegan llantos de bebés, reclamos de niños, alguna pelea matrimonial, muy de tanto en tanto.

Una noche de sábado, hubo en el primer piso, justo arriba, un ojo encendido casi tres horas, lleno de gritos de “truco” y “vale cuatro”, voces masculinas, jóvenes y algo alteradas por el alcohol, que subían y bajaban repentinamente, arrancando a los demás pisos de sus sueños. Eso es lo más apasionado que he vivido en el pulmón interior del edificio, abriendo la ventana. Dos semanas después, se mudaron, llevándose la jaula con el jilguero que me llenaba de cascaritas y semillas el hueco junto a la puerta. No lo ví mucho, pero lo oía cantar y fue la ausencia de canto el indicio de la mudanza.

En fin, no es demasiada ventana para quien gusta de mirar. Como decía la Juana de María Elena Walsh: “Sé que ustedes pensarán/ qué pretenciosa es la Juana, /cuando tiene techo y pan/ también quiere la Ventana./ Soy como soy,/ miro un poquito y después me voy…”

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