sábado, 28 de abril de 2012

La ilusión del control o El control de la ilusión

El tipo fue al médico del modo en que van todos los tipos: cuando no le queda más remedio.
Llevaba en la mano un sobre, y adentro, los resultados de los últimos estudios y análisis.
Cualquiera que observara un poco al tipo sentado allí,  en la sala de espera, se daba cuenta  de que  padecía. Estaba pálido, las mandíbulas apretadas, el pensamiento caminando rápido dentro de la cabeza, más rápido de lo aconsejado. Sudaba, se secaba el sudor y a veces se refregaba los ojos con las manos como para borrar las órbitas. Apoyaba los codos en las rodillas, la cara en las manos, miraba la nada,  se alisaba el pelo y cerraba fuerte los ojos, tirando la cabeza atrás,  implorando hacia el cielo que debía estar más allá del techo de la sala de espera, un poco de alivio, de piedad.
El tipo tenía miedo. Mejor sería decir pánico. Todos sabemos que frente al sufrimiento espiritual, los dolores internos y externos del cuerpo resultan pocos. Tenía miedo de las palabras que estaban escritas dentro del sobre, palabras que comprendía a medias, palabras que le atemorizaban por su falta de precisión, por su languidez para decir, por su displicencia para insinuar. El terror le dolía en el cuerpo entero,  la ansiedad lo convertía en un desesperado.

Finalmente, la puerta del consultorio se abrió, salió una señora sonriente diciendo "gracias doctor" y se oyó el grito fatal:
- González!
El tipo entró al consultorio, cerró la puerta. El que llamaba, el médico, estaba sentado detrás de su escritorio. Se levantó  sonriente y extendió la mano:
-Cómo anda González?
El tipo no devolvió la sonrisa del profesional, ni respondió la pregunta de rigor, pues pertenecen al grupo de las que pueden no ser respondidas, pero si tomó educadamente la mano de bienvenida con un laxo apretón. Se sentó. En la silla para pacientes, frente al escitorio. Extendió el sobre y esperó.
El médico abrió el sobre, leyó un rato, escribió en su computadora,  releyó, subrayó en el papel con su lapicera y dijo "ajá" algunas veces. Miró al hombre que esperaba:
-  Tenemos unas cuantas cosas para arreglar amigo.
-  Digame
El galeno comenzó a desgranar reprimendas señalando con su lapicera la hoja de papel con los resultados, emitió sabios consejos, escribió recetas, dió indicaciones, algunas francamente tenían tono de burla, para qué nos vamos a engañar,  otras sonaban a prohibiciones.
Le entregó a González  varios formularios de recetas, otros tantos de indicaciones y finalmente dijo:
-   Dudas, preguntas?
-   Mire doctor, yo soy un pobre tipo, no tengo nada importante. De lo único que siempre me jacté, es de tener tiempo. Pero últimamente ni eso, porque se me han adueñado de las horas del día y de la noche. De día, el trabajo, nueve horas por reloj, dos horas de viaje, amontonado en colectivos y trenes, se hacen once. Llego reventado, miro un poco de tele para enterarme que pasa en el mundo y se me vienen encima las obligaciones familiares: que bañate, que a comer, que necesito plata para esto, que hay que reservar las vacaciones, que tenés que sacar turno para el dentista, que llevame la basura afuera negro por favor, que papá el auto hace un ruido raro, fijate si el fin de semana le podés echar una ojeada. Me voy a la cama reventado y pensando “mañana será otro día", como si eso fuera un pensamiento original. A las cuatro de la madrugada, ya me despierto y empiezo a taladrarme con todas las cosas que tendré que hacer y no me puedo olvidar, de la que después me olvido la mitad…

El médico miró su reloj con impaciencia, se acodó en el escritorio, lo miró fijo y dijo ajá.
 - Resumiendo doctor, usted no tiene la culpa de que yo haya perdido el control de mi tiempo y no le voy a hacer perder el suyo ahora. Cuánto me queda? Digame la verdad. En cuánto tiempo cree que me voy a morir? Porque al menos quiero controlar el tiempo que me falta.
El doctor lanzó una carcajada divertida, se paró, dio la vuelta, lo palmeó y dijo cosas como "hombre no sea exagerado, que morirse no es tan fácil, si usted hace un poco de caso, se pone en tratamiento y deja los malos hábitos, un poco de deporte, algo de dieta, tomar los remedios, blaablabla, esto se puede corregir, vive cien años y nos entierra a todos y debería tomarse las cosas de otro modo disfrutar más los momentos, el estrés es algo  muy destructivo, es bueno tener un hoby ( dijo jobi, claro, pero se entiende a qué se estaba refiriendo), seguramente habrá cosas que a usted le gusta hacer y le alivian la tensión que siente, tal vez consultar un psicólogo, que no son para cundo uno está loco sino para cuando uno está cuerdo y siente que ha perdido el dominio de su vida, bla bla bla".
El tipo sonreía. Pero no nos engañemos. El tipo sonreía porque había entendido las reglas del juego: el médico no le diría lo que quería saber, estaba tratando de consolarlo y convencerlo y pidiendo "por favor, sonría, convenzasé, no me haga esto amigo, ya le di las recetas, vuelva el mes que viene, no me pida imposibles, tengo diez pacientes más en la sala y la obra social paga cuando se le canta pero yo los tengo que atender igual, qué se cree, que yo tengo el recetario de la inmortalidad, que yo juego al tenis los sábados porque me gusta, que no estoy podrido de manejar en las horas pico y soportar a mi propia mujer y mis propios hijos?" 
 El tipo sonreía por solidaridad, porque se daba cuenta que el otro no podía o no quería responderle y no sabía cómo reparar el agravio que le había infligido con tamaña pregunta. Y así, sonriendo con esa amargura que solo dejan traslucir ciertas sonrisas, se paró, metió todos los formularios en el bolsillo del saco junto con el sobre doblado al medio, estiró la mano, la estrechó con fuerza y dijo “gracias doctor”. El médico dijo algo de forma y se despidieron.
Cuando el tipo salía, escuchó que gritaba un nombre y vio a un tipo igual que él de desgraciado, pararse y enfilar hacia el consultorio.
En la calle, prendió un cigarillo, miró hacia ambos lados: a la izquierda,  a dos cuadras, Rivadavia; a la derecha, a cinco cuadras, Corrientes. Decidió enfilar hacia Corrientes, caminar un poco y comerse una buena pizza antes de llegar a casa. Después de todo, el doctor tenía razón, el tiempo se recupera de a ratitos, haciendo lo que a uno le gusta.
Mañana, en la fábrica, le pediría al supervisor el teléfono de ese especialista del que siempre hablaba y le llevaría todo, para tener una segunda opinión. Después de todo, carajo, era su derecho saber cuánto tiempo le quedaba y usarlo como se le cantara.
Eso estaba decidiendo, eso y tirando el pucho en el cordón de la vereda donde había apenas un poquito de agua, para que se apagara, cuando, nadie supo cómo, el interno veintisiete de la línea ciento cinco se subió a la vereda y terminó aplastado contra un edificio.
Hubo dos muertos: el chofer del colectivo, que tal vez tuvo un paro cardíaco previo al accidente, no se sabe bien aún, y un peatón de apellido González,  según se supo por la documentación que llevaba encima,  que en ese momento caminaba cerca del borde de la acera, en dirección a Corrientes, y fue aplastado por el bondi contra la pared. Los pasajeros de la unidad siniestrada, informó la policía, están contusos, derivados en diferentes nosocomios, pero ninguno reviste heridas de gravedad.

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