domingo, 5 de diciembre de 2010

UN VIAJE DE IDA

La vida es un viaje de ida. El problema es llegar a la estación que uno quiere y no tener que bajarse antes.

Hace pocos días, algunas noticias periodísticas daban cuenta del fallecimiento de un niño por un tumor que podría haberse generado en su trabajo en los galpones de pollos.

La reacción es inmediata: rabia, impotencia, tristeza, vergüenza.

No hace falta demostrar que el trabajo de un niño de siete años en medio de la mierda de los pollos produce cáncer.

El trabajo infantil es un cáncer en sí mismo.

Es ilegal, irracional, insano, innecesario.

No existe manera de justificarlo ni requiere de mayores análisis.

No debe ocurrir.

Pero ocurre. Y hay que caer en la suspicacia de vincularlo –tal vez, quién sabe, es probable- con un tumor para que sea noticia.

Los niños deben caer en pozos profundos y requerir de la presencia de las autoridades y los bomberos para sacarlos de las profundidades, para ser noticia. Mientras merodean basurales junto a hermanos y padres, serán parte del paisaje. Y quien sabe, hasta tal vez sirvan a las campañas electorales de los candidatos de la derecha, que impúdicamente se muestran entre los deshechos que generan, de la mano de quién se ve obligado a vivir entre ellos desde muy temprana edad.

Luego, todos pedimos justicia, que penalicen las empresas o personas que han sido negligentes o que han abusado o violado la ley. Y nos olvidamos hasta la próxima vez. Ni siquiera exigimos a los medios el seguimiento de la noticia, aunque solo sea para enterarnos que con el pago de una multa módica y un buen abogado que exija se demuestre la conexión entre cáncer y trabajo infantil, se puede zafar.

No es edificante que la gente se entere que la ley es tan fácil de cumplir, que la vida sigue, como un viaje de ida del que muchos tuvieron que bajarse muchas estaciones antes de lo previsto.

Un niño es noticia porque se hizo una cámara oculta y luego se detectó un tumor cerebral y luego se produjo la muerte; parece un hecho aislado, no hay de qué preocuparse.

Sin embargo, el pasado cercano puede darnos algunas explicaciones. Parece una eternidad desde que los productores de soja cortaban rutas y peleaban contra el gobierno por unas cantidades de dinero que nadie entendía muy bien qué representaban en términos de distribución de la riqueza.

Pues bien, ahora lo sabemos. A fines de los noventa y principios de este siglo, con la fiebre sojera, los números que barajaban los sindicatos de maestros eran bastante elocuentes: por cada hectárea de monte de fruta que se levantaba para sembrar soja, se perdían alrededor de ochenta puestos de trabajo. De hecho, recuerdo dos bolsones de pobreza extrema de la Provincia de Buenos Aires: en Río Tala y Gobernador Castro, ambos del Partido de San Pedro, hoy conocidos por la quintita para turistas de Mónica y César, antiguos paraísos de frutales: duraznos, ciruelas, naranjas… Las razones por las que se conocía San Pedro. Luego seguía la ensaimada y la Vuelta de Obligado.

Las poblaciones rurales se fueron llenando de “marginales”. Es decir, desplazados de la soja. Dispuestos a vender su fuerza de trabajo a cambio de casa y comida. La de toda la familia, incluidos los niños.

Al mismo tiempo, la organización de la producción avícola favorecía la esclavitud familiar: en esas espantosas cárceles para pollos, con olor a caca y condiciones de crianza insalubres, es rentable tener una familia que realice todas las tareas. Como además se suele dar la casa y el patrón a veces hasta trae las provisiones – suerte para los polleros que tienen tan buenos patrones y que les hacen los mandados, caray!- , si el padre de familia es algo previsor y comienza a pensar en el futuro inmediato, no es extraño que salga a hacer otras changas por ahí con los hijos mayores, mientras la mujer y los más chicos se encargan de los pollos. Hasta que el patrón se canse de hacer mandados para ellos y les pida la casa o caiga el Sindicato complicando la relación o se mueran demasiados pollos de alguna peste y la cosa se caiga, o el precio haga poco rentable la cría de aves. El patrón, ese año probablemente no cambiará la camioneta. Los polleros deberán buscar dónde vivir.

Aclaremos: supongo que no ocurre en todos los establecimientos agrícolas. No es esto un dicterio contra los productores rurales. Apenas estoy contando cosas que he visto y oído en mis años de maestra rural. ¿Tengo yo la culpa de haber visto sólo las peores muestras? ¡Cuánto me hubiera gustado visitar una granja modelo! Pero nunca pude hacerlo y es así que me quedé con esta parte de la historia, la de los que pierden.

Cuando en el año 2008 se pretendía que si uno era anti K debía apoyar a los sojeros y que si uno era K entonces odiaba el campo, era fácil caer en reduccionismos poco fiables, en los que muchas personas sufrieron agresiones injustas por intentar salir del facilismo.

Aclaremos 2: yo fui a plaza de mayo a apoyar al gobierno aunque nací en el campo y eso me valió desprecios varios de gente que se olvida que en nuestro bendito país los dueños de la tierra gestan golpes, genocidios e inútiles guerras mediáticas sólo para mantener sus privilegios. Pero la cuestión de fondo es otra muy diferente a “125 si” vs. “mi voto no es positivo”.

La gente del campo no es la que arrienda sus tierras a los pool de soja y se sientan en bares desolados y aburridos a esperar que la cosecha vaya bien para cobrar el porcentaje, sin subirse una sola vez al tractor en todo el año.

Hablemos de la verdadera gente del campo.

¿Cuánto modificó su existencia el debate por las retenciones? Yo no lo sé; me faltan datos y relatos para medir el impacto real de una pelea que se dio en algunas rutas mediáticas y el centro porteño. Aún así, aquella falacia campo-anticampo sirvió para descubrir algunas cosas. Que no se estaban discutiendo réditos políticos, electorales o sectoriales de algunos dirigentes, de algunas líneas internas. Ni retenciones más o menos fluctuantes, más o menos altas o bajas. Para muchos ciudadanos fue la oportunidad de enterarse como funciona la economía rural. Para otros, la de identificar quién es quién.

Para muchos de nosotros, se estaba discutiendo de niños que trabajan, van a la escuela una o dos veces por quincena para no levantar la perdiz, que se enferman y mueren. Caras y nombres concretos. Olores a bosta. Médicos siempre demasiado lejos. Escuelas con ritmos de asistencia marcados por las necesidades de los patrones. A las que se llega caminando mucho para comer a veces un poco, y, sobre todo, darse permiso para jugar, para ser niño, para aprender también. Pero sobre todo para jugar. Tarea inalienable de la infancia que deberíamos defender con la vida.

Y para los que se trataba de esto, de recuperar la dignidad del verdadero hombre de campo y su familia, siento que quedamos a mitad de camino en aquella discusión.

Que terminamos siendo condescendientes, porque no nos bancamos más enfrentamientos, porque desconfiamos cuando no podemos debatir tranquilamente y hallar soluciones entre todos, porque todavía tenemos demasiado miedo de tocar hilos que nos devuelvan a un pasado en el que las mayorías pagamos el precio de habernos atrevido. Porque las estructuras vinculadas a la tenencia de la tierra están construidas sobre cuerpos y sangre. Y sin embargo, aún cuando escondamos la cabeza como el avestruz, la realidad nos golpea: niños que mueren, dueños originarios de la tierra reprimidos y asesinados en Formosa por reclamar lo que les pertenece.

Evidentemente, los problemas que no se enfrentan, regresan a cada rato.

Si la vida es un viaje de ida, cada uno debería poder bajarse en la estación a la que desea llegar y no antes.

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