A
la madrugada comenzó a llover.
Por aquí, la lluvia suele traer problemas y toda
clase de sabandijas. Sin embargo, no hay nada mejor que dormir mientras las
gotas golpean contra las chapas, sabiendo que afuera todo es húmedo y adentro
todo está seco y tibio.
Me
despertaron los gritos de mi suegra. Me levanté sobresaltado y no hallé las
ojotas: se las había llevado el agua.
Flotaba la plancha, las ollas de mi
mujer, las sillas y mi casaca nueva. Se ahogaba el televisor. Gorjeaban los
relojes sus últimos suspiros. Y mi suegra gritaba abrazada a la heladera que no
lograba flotar: “¡Catástrofe, catástrofe!”.
Vino
entonces el Inspector de Aguas Públicas y quiso cobrarme una multa por uso
indebido de tan imprescindible recurso natural. Estuve a punto de explicarle
que no era mi culpa, pero me di cuenta que sería en vano, el tipo estaba frente
a una gran oportunidad y muy dispuesto a aprovecharla. Lo invité amablemente a
salir y le dije que pasaría por su oficina en breve. “No deberías será tan flexible a las presiones”, vociferó mi suegra
siempre prendida a la heladera.
Llegó
después el Asistente Social del Área Inundaciones de la Dirección de
Catástrofes, Subsecretaría de
Emergencias Naturales. Supo condolerse muy bien de mis desgracias. Me preguntó
mi origen, hasta qué grado cursé, cuantos hijos nacidos vivos, qué hacía en los
ratos libres, qué opinaba de la carrera armamentista y algunas cosas más. Cuando
acabó de llenar con cruces su planilla me pidió que firmara. Antes de irse sugirió
que no me preocupara, los datos
aportados ratificaban la justeza de las estadísticas.
Apareció
después el Inspector General del Municipio acompañado del Auditor General de la
Gestión Pública, solicitando unos datos que requerían de la mayor
confidencialidad. Para ese entonces, ya estábamos sobre el techo de la casilla,
mi suegra se sonaba la nariz con algo mojado porque había tenido que soltar la
heladera y me recriminaba por lo bajo mi flojera: “Cómo puede ser Pepe que ese burro esté donde
está y vos ni siquiera le puedes dar un palo al agua y acertarle. A ver si espabilas hijo”.

El
Señor Auditor, abrazado al tronco del árbol y pateando a los ratones colorados
que insistían en almorzarse su tobillo, anotó en una libretita los dichos del
funcionario denunciante y prometió tomar medidas. Cuando se fueron intenté
mandar con ellos a mi suegra, pero lamentablemente la reglamentación les
impedía trasladar y/o acompañar civiles en situación de catástrofe.
Más
tarde vino el Coordinador General de Programas de Emergencia y preguntó desde
el helicóptero cómo llevábamos la cosa y qué tal el desempeño de las áreas
involucradas en la atención del siniestro. Mientras golpeaba con una pala a un
jaguar que navegaba en un camalote y pretendía anclar con los dientes en la
pierna de mi suegra, alcancé a decir “bien,
bien”. Se congratuló de la
eficiencia de sus subordinados y nos reveló –confidencialmente- que le había
dado mucho trabajo hacer que funcionaran coordinadamente.
Por
último, ya casi de noche, aparecieron tres corresponsales de televisión, un
entrevistador radial y dos periodistas de los diarios de mayor circulación.
Querían saber si estaba dispuesto a denunciar al Presidente de la Nación, al
Gobernador y al Intendente por la desidia mostrada a la hora de poner freno a
la lluvia que caía del cielo. “Algo de
cierto hay en lo que dicen, hijo. Si es que no para de llover…” acotó mi
suegra con intención de acaparar las cámaras. Ante mi mutismo, decidieron subirla
a bordo del cuatrimotor de la Guardia Costera en la que se desplazaban; se la llevaron para discutir su participación en los
diferentes horarios de los medios que representaban.
Cuando
nos quedamos solos con mi mujer, viendo amanecer en el horizonte anegado del
barrio, apareció mi vecino con un balde. Estaba empapado como nosotros e
igualmente harto de recibir visitas.
Y entonces pudimos, por fin, entre los dos, comenzar a sacarnos el agua de encima.
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