jueves, 9 de abril de 2020

LLUVIA


A la madrugada comenzó a llover. 
Por aquí, la lluvia suele traer problemas y toda clase de sabandijas. Sin embargo, no hay nada mejor que dormir mientras las gotas golpean contra las chapas, sabiendo que afuera todo es húmedo y adentro todo está seco y tibio.
Me despertaron los gritos de mi suegra. Me levanté sobresaltado y no hallé las ojotas: se las había llevado el agua. 
Flotaba la plancha, las ollas de mi mujer, las sillas y mi casaca nueva. Se ahogaba el televisor. Gorjeaban los relojes sus últimos suspiros. Y mi suegra gritaba abrazada a la heladera que no lograba flotar: “¡Catástrofe, catástrofe!”.  
Vino entonces el Inspector de Aguas Públicas y quiso cobrarme una multa por uso indebido de tan imprescindible recurso natural. Estuve a punto de explicarle que no era mi culpa, pero me di cuenta que sería en vano, el tipo estaba frente a una gran oportunidad y muy dispuesto a aprovecharla. Lo invité amablemente a salir y le dije que pasaría por su oficina en breve. “No deberías será tan flexible a las presiones”, vociferó mi suegra siempre prendida a la heladera.
Llegó después el Asistente Social del Área Inundaciones de la Dirección de Catástrofes,  Subsecretaría de Emergencias Naturales. Supo condolerse muy bien de mis desgracias. Me preguntó mi origen, hasta qué grado cursé, cuantos hijos nacidos vivos, qué hacía en los ratos libres, qué opinaba de la carrera armamentista y algunas cosas más. Cuando acabó de llenar con cruces su planilla me pidió que firmara. Antes de irse sugirió que no me preocupara,  los datos aportados ratificaban la justeza de las estadísticas.
Apareció después el Inspector General del Municipio acompañado del Auditor General de la Gestión Pública, solicitando unos datos que requerían de la mayor confidencialidad. Para ese entonces, ya estábamos sobre el techo de la casilla, mi suegra se sonaba la nariz con algo mojado porque había tenido que soltar la heladera y me recriminaba por lo bajo mi flojera: “Cómo puede ser Pepe que ese burro esté donde está y vos ni siquiera le puedes dar un palo al agua y acertarle. A ver si espabilas hijo”.
 Hice caso omiso una vez más de sus cizañeras palabras e invité a ambos funcionarios a pasar al árbol vecino para hablar con toda discreción, previo asesinato a sangre fría de una amenazante yararà y dos ratones colorados muy hambrientos que se alojaban en sus ramas. El Señor Inspector General quería saber cuánto había pagado de multa. No pude decirle que me había negado porque en eso llegó el Jefe de Asistencia al Inundado Crónico para darnos, como en todas las veces anteriores, su incondicional apoyo y solidaridad para con nuestra dramática situación. Le agradecimos efusivamente y antes de irse en su lancha de motor, preguntó cómo nos había tratado la Asistente Social de la “otra” Dirección. No supe qué responder así que aprovechando la presencia del Señor Auditor General de la Gestión Pública, pidió  a voz en cuello por sobre el rugido del motor que constara en actas que  “esa Dirección” estaba superpuesta en el organigrama a la Jefatura que él comandaba, lo que implicaba trastornos costosos para el erario público. 
El Señor Auditor, abrazado al tronco del árbol y pateando a los ratones colorados que insistían en almorzarse su tobillo, anotó en una libretita los dichos del funcionario denunciante y prometió tomar medidas. Cuando se fueron intenté mandar con ellos a mi suegra, pero lamentablemente la reglamentación les impedía trasladar y/o acompañar civiles en situación de catástrofe.
Más tarde vino el Coordinador General de Programas de Emergencia y preguntó desde el helicóptero cómo llevábamos la cosa y qué tal el desempeño de las áreas involucradas en la atención del siniestro. Mientras golpeaba con una pala a un jaguar que navegaba en un camalote y pretendía anclar con los dientes en la pierna de mi suegra, alcancé a decir “bien, bien”.  Se congratuló de la eficiencia de sus subordinados y nos reveló –confidencialmente- que le había dado mucho trabajo hacer que funcionaran coordinadamente.
Por último, ya casi de noche, aparecieron tres corresponsales de televisión, un entrevistador radial y dos periodistas de los diarios de mayor circulación. Querían saber si estaba dispuesto a denunciar al Presidente de la Nación, al Gobernador y al Intendente por la desidia mostrada a la hora de poner freno a la lluvia que caía del cielo. “Algo de cierto hay en lo que dicen, hijo. Si es que no para de llover…” acotó mi suegra con intención de acaparar las cámaras. Ante mi mutismo, decidieron subirla a bordo del cuatrimotor de la Guardia Costera en la que se desplazaban; se la llevaron para discutir su participación en los diferentes horarios de los medios que representaban.
Cuando nos quedamos solos con mi mujer, viendo amanecer en el horizonte anegado del barrio, apareció mi vecino con un balde. Estaba empapado como nosotros e igualmente harto de recibir visitas.

 Y entonces pudimos, por fin, entre los dos,  comenzar a sacarnos el agua de encima.

No hay comentarios:

Publicar un comentario