sábado, 11 de abril de 2020

DIOGENES Y LA CORVINA


(Un cuento de las orillas del mar argentino dedicado a mis vecinos Mingo y Enrique, Q.E.P.D.)

Diógenes caminaba por la playa un día de esos en que sopla el viento del norte y las nubes van y vienen preparando tormentas memorables.
Iba pensando en las cosas de este mundo cuando encontró sobre la arena húmeda una corvina tan pequeña que parecía una mojarrita. Notó que aún se movía. La tomó por la cola y la arrojó dentro del mar lo más lejos que su flaco y viejo brazo pudo alcanzar.
Siguió su camino sin conseguir evitarse sus habituales especulaciones: que si la fuerza del tiro, que si la brisa excesiva, que la caída violenta contra las olas… ¿Y si en su afán por salvarla había acabado con la pobre corvinita? ¿Y si era demasiado pequeña para sobrevivir en las aguas turbulentas del sur? ¿Y si una mano divina la había depositado en la playa por alguna razón misteriosa?¿Y si él, Diógenes, un nadie, un hombre común de la costa, había interferido en las cosas de Dios?
Cien pasos más adelante, el sol apareció entre las nubes y Diógenes se inventó un fugaz consuelo para disfrutar del día: ¿y si la corvinita hubiera estado condenada a ser alimento de un pez mayor que merodeaba por allí y el Divino Hacedor, viendo que Diógenes venía  en camino, la había arrojado a la playa seguro de que él la devolvería al mar cuando el predador ya se había alejado en busca de otras presas? Era una forma misteriosa de darle al joven pez una oportunidad de crecer y hacerse fuerte.  ¿Acaso no son siempre así de insondables los caminos del Destino? ¿Quién puede conocer sus vericuetos?
Quinientos pasos más y estaba frente al Muelle Privado del Club de Pesca. Sus preocupaciones metafísicas habían cambiado de rumbo y se centraban en el precio del boleto de ingreso, un tanto excesivo para un pescador que vivía de lo que su diestro ojo y su rápida mano eran capaces de proveerle. De ese lóbrego pensamiento pasó a otro más prosaico: ¿era conveniente encarnar con camarón o con almeja en aquella época del año? 
La vida era decididamente misteriosa en toda ocasión y eso lo obligaba a pensar demasiado.
El cielo volvió a nublarse y Diógenes decidió regresar a casa antes de que la tormenta se lo llevara junto con los mil diablos que había venido a buscar para desparramarlos en el océano profundo. Cuando le faltaban apenas tres cuadras para llegar, se desató el diluvio y Diógenes llegó empapado. 
Así era su vida siempre: una sucesión de calamidades.

Muchos días, tormentas y discusiones sobre precios y carnadas pasaron en la ciudad costera desde aquella mañana.
Diógenes no era hombre afecto a los recuerdos,  menos a contar el tiempo transcurrido entre una cosa y otra. Por mucho que lo pensara, no podía explicarse para qué sirve medir algo tan fugaz e inexorable. ‘Si nadie puede detener el tiempo y nadie puede acelerarlo ni volverlo atrás, ¿para qué perderse en cálculos inútiles?’, suele decir en el boliche del puerto cuando le preguntan qué hora es. No sabe y no le preocupa averiguarlo. 
Por eso tampoco puede decir a ciencia cierta cuántos años tiene.
Pero volvamos a este nuevo día que llegó finalmente, mucho, mucho tiempo después de aquél en que Diógenes arrojara al agua la corvinita y se empapara con el agua del cielo.


Pinta soleado, con algunos nubarrones y vientos del norte. En la primavera, esos indicios pueden traer tormentas, pero más que nada traen  muchas y enormes corvinas a la costa. Todo optimismo, parte Diógenes en busca de su almuerzo. Es tanto su entusiasmo y su fe, que carga el balde más grande que posee y lleva carnada variopinta (camarones, almejas, lombrices,  pasta de pan preparada por él mismo) para no errar. Agrega un par de líneas y anzuelos de repuesto, por si resulta mucha la pesca o muy grandes los peces. Eso es tener esperanza…
Pasa de largo el Muelle Privado del Club de Pesca, donde se amontonan los que se quejan por el precio de la entrada durante el
año y luego lo pagan en primavera. Camina por la playa hacia el medanal solitario donde el mar entra y forma canales de agua tibia. Allí les gusta descansar a los peces de sus largas travesías por el río. Este lugar tranquilo es además gratuito.
Dos veces arroja el anzuelo y ya siente el tironeo de la tanza a punto de cortarse. 
 ‘Es un gran pez’, se dice Diógenes. ‘Es uno muy grande y debo ser cuidadoso’
Y después de mucho maniobrar con mano experta, aparece una corvina enorme, casi tan alta como el propio Diógenes —que en realidad siempre ha sido bajito—.
Con cuidado quita el garfio de la boca, mientras la mira a los ojos chuscos y, con todo respeto y formalidad, le anuncia que ha llegado el final de sus días. Para hacerle más grato el triste momento, elogia su belleza, su gran tamaño, dice que ya se ve mayorcita y que no lo tome personal, pero debe sacrificarla para sobrevivir unos días más: así es la vida,  lo mejor es aceptar sus leyes.
Para su sorpresa, el pez agonizante le sonríe con una mueca torpe como sonrisa de corvina.
Diógenes se asombra, luego duda de sí, ¿vio lo que vio?
Todavía incrédulo escucha: la pescada le habla.
Hombre, Diógenes, ¿no me reconoces? Ya nos hemos visto antes. Y tengo una deuda de gratitud que me alegra poder pagar. ¡Chist,  no me interrumpas que me estoy muriendo! Yo soy la corvinita aquella que tiraste al agua hace mucho, ¿te acuerdas? Estoy muy agradecida contigo porque desde entonces he tenido una vida llena de sucesos memorables: he dejado miles de huevos depositados por allí y  cumplí casi todos mis sueños gracias a tu decisión de aquel día. Así que no te preocupes,  me alegro de morir en tus manos. Ojo, no es que tenga ganas de morir, pero ya que la hora ha llegado, mejor que sea para tu bien, devolviéndote lo que alguna vez hiciste por mí. ¿Cómo es tu apellido Diógenes?”
Gómez”, balbucea aunque suene ridículo en estas circunstancias. ¿Qué puede importarle su apellido a una corvina a punto de morir?
“Diógenes Gómez, desde hoy ese será el nombre de dios para mí. Eres el que da la vida y la quita, Diógenes Gómez, mi señor. ¡Salve!”. Y expiracomo suelen expirar los peces antes de volverse pescados, con mucho aleteo y retorcijón. Diógenes apenas alcanza a decir “Amén” mientras unas lagrimitas se descargan por sus mejillas arrugadas. Por un rato se queda velándola, pero se da cuenta que se ha llenado de gaviotas amenazantes alrededor y el sol empieza a calentar demasiado: puede corromper sin quererlo la carne magnífica de su feligresa.



Por supuesto, no la carga en el balde, le parece una falta de respeto. Además, no cabe en él. La lleva al hombro todo el trayecto hasta su casa.
Los que lo ven pasar, le obligan a detenerse para admirar el tamaño de su pez. Diógenes apenas puede responder a las preguntas. El esfuerzo le consume el aire y su cabeza aún divaga en la conversación con la corvina: ‘¿Por qué hablaba como si hubiera salido de una película doblada en Centroamérica? ¿Será cierto que pudo cumplir todos sus sueños en una sola existencia? ¿Con que puede soñar una corvina?’
Más tarde, mientras la descama, la destripa, la despina, la troza y organiza en bolsas las piezas que guardará en el congelador para días venideros, se pregunta si será capaz de ser una divinidad a la altura de las circunstancias. No encuentra respuesta.
Cuando mete en la olla lo que comerá ese día y el siguiente, se consuela: no está en sus manos conocer las pretensiones religiosas de una corvina.
Como es un dios muy previsor, tiene cebollas, ajíes, laurel, tomate y algunas papas para acompañar. Y también ha guardado una botella de buen vinopara alguna ocasión especial. Y aquella le parece que lo es.
Come y bebe feliz de la vida.
Siempre pensando, claro, eso es algo que no puede evitar por mucho que lo intente. 
Se siente satisfecho. Y no sólo por tener la panza más que llena y la cabeza más que alegre: ha hecho algo importante en su vida y ha obtenido su recompensa. Ahora, sin importar cuántos años tiene, ya puede morir en paz. Aunque primero debería acabar con toda su feligresía que le aguarda en la heladera y eso es algo que merece una especulación más detenida y seria. 
Por el momento, prefiere ir a dormir una buena siesta.






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