Mi abuelo era polaco.
Vivió hasta los noventa y tres años en
el Chaco argentino sin decir ni una
sola palabra en español.
Hablaba alemán, ruso, un poco de inglés y aprendió a
conversar en wichi con un cacique. Pero nada de español. Nunca.
Se lo juró la noche de su primera decepción en estas
tierras.
Jamás hablaría “esa lengua
maldita y traicionera de truhanes y mentirosos”.
La culpa la tuvo una
palabra quechua: pampa.La única que memorizó al embarcar con su pequeña fortuna
y su decisión de seguir con su vida de noble rural lejos de las eternas guerras
polacas y las no menos sempiternas invasiones rusas.
Lo único que sabía al partir, era que debía comprar tierras
en la pampa.
Nunca imaginó que un vocablo tan simple lo traicionaría.
Desembarcó en Buenos Aires en enero de 1925 y lo agobió el
calor repentino. Había salido de una Europa nevada, de un puerto clandestino
donde no se podía encender fuego. Antes de eso, había visto morir a toda su
familia —padres, abuelos,
hermanos— enterrados en un
gran refugio subterráneo construido por sus antepasados para épocas de
rebeliones campesinas, pogromos y guerras de fronteras. Ese refugio siempre le
había parecido una gran tumba familiar.
Finalmente, lo fue.
Se salvó porque decidió no morir allí.
Odiaba aquél lugar
oscuro y húmedo que se ofrecía como salvación y parecía la boca del infierno.
Algunos murieron de hambre, otros de frío. Al final, ni siquiera los sacaban fuera para
que los comieran los lobos, por miedo a que los encontraran.
Los amontonaban en un rincón y los tapaban con bolsas empapadas en combustible
para evitar que el olor los delatara filtrándose por algún resquicio.
Cuando quedó sólo —el último en morir fue su hermano gemelo, que le pidió que
huyera—, salió con la
valijita donde estaba todo el patrimonio familiar en oro. Los papeles moneda no
valían nada, pero al menos sirvieron para pagar a otros tan hambrientos como él
que le ayudaron a alejarse de allí.
Un campesino, antiguo
siervo de la familia, incendió el refugio sin mirar adentro.
Buscó el puerto clandestino por el que partían todos los
nobles polacos que habían logrado huir de los rusos y alemanes y subió a un
barco con su abrigo de piel y su valijita.
Un mes después bajó sin abrigo y sin
valijita.
Previendo que las perdería en la tercera clase donde se hamacó a
través del océano, había desparramado su oro en bolsitas de tela que colgaban
por dentro de sus pantalones y su camisa. Así buscó alojamiento en los barrios pobres de la muy
calenturienta ciudad de Buenos Aires.
Le gustó, pero él era hombre de campo.
A poco de andar por allí, de tener “papeleta”, ropa nueva,
zapatos y sombrero, empezó a frecuentar los billares para aprender el idioma y
las costumbres. En uno de esos cafés escuchó por primera vez la palabra pampa.
De a poco, con desconfianza se fue arrimando a esas mesas donde se
hablaba de campos, vacas y dinero.
Una tarde de marzo le ofrecieron unas hectáreas en Pampa
del Infierno por un precio irrisorio. Decían que el gobierno estaba
entregando esas tierras a colonos extranjeros y por eso eran baratas, aunque costaban
casi todo lo que le quedaba encima. Si no se decidía, quedaría sin fondos y
tendría que conchabarse en el puerto
para comer y pagar la pensión.
Mientras pensaba en esas cosas, alguien deslizó
que en esas pampas había una colonia
polaca con muchachas rubias y gruesas esperando casarse.
Un mes después bajó del carretón que lo trasladó a su chacra.
El ‘agente del
gobierno’ que lo esperó en la estación y lo acompaño al lugar papeles en
mano, le señaló los límites de su propiedad y le indicó que tuviera cuidado con
los ‘indios’
que merodeaban por allí.
Era, sin dudas, una pampa extensa. Sin agua, calurosa,
cargada de vientos locos, bañados y mosquitos.
Bien del Infierno.
Tardó una semana en resignarse a su suerte.
Dormía bajo un
árbol que le escupía* todas las noches y de día se sentaba a pensar cómo volverse.
Después, buscó como pudo la colonia polaca. Allí logró que una mocosa de quince
años le sirviera de intérprete y un buen paisano le ayudó a construirse un rancho y comprar algunas herramientas de labranza.
También le presentó al cacique de un pueblo toba que vivía en el monte lindero y que
solían trabajar para los blanquitos a
cambio de poco más que la comida. Sellaron un rápido acuerdo usando a la
chiquilla de lenguaraza. Él, como
noble que era, les daría protección frente
a las autoridades, un lugar para vivir en su tierra y algunas vituallas, a
cambio de la fuerza de trabajo de la indiada.
Se sintió satisfecho por primera vez desde que llegó a la América: volvía a
tener siervos como en Polonia.
La tierra aquí era feraz, no nevaba, el calor y
los mosquitos eran implacables, pero las costumbres feudales eran las mismas.
Tres años después tenía su farma cercada y sembrada, los animales en sus corrales y el
ranchito levantado. La intérprete ya era mayor y se convirtió en su esposa, tras largo cortejo en toda regla.
Ella hablaba polaco, español y wichi. Además cocinaba sabroso y era
bonita.
Con el tiempo llegaron los hijos, las obligaciones escolares, los
noviazgos, las elecciones, el progreso. La vida fue pasando y la chacra fue
llenándose de mejoras, pero los hijos buscaron su vida en las ciudades y la indiada se desperdigó a causa de las
enfermedades, los reclutamientos forzosos, las migraciones.
Sólo los viejos quedaron
en la Farma: mis abuelos, el cacique
y sus mujeres y un par de peones achacosos.
Por las tardes, se reunían bajo un árbol que no escupiera a
conversar un poco en wichi y otro poco en polaco. Fumaban en paz y luego cada
quién se iba a sus cosas. Jamás rompió el juramento que se hizo en una de esas
primeras noches bajo el árbol escupidor de la Pampa del Infierno. Nunca
pronunció una palabra en español.
Ante la necesidad —un médico, un accidente, una autoridad que interpelaba— recurría a un
intérprete. Cualquiera en los pagos sabía que podía entender perfectamente lo
que se decía, y que no hablaría en idioma nacional.
Mi abuelo murió un mes después que su amigo ‘toba’.
Están enterrados juntos bajo el
árbol escupidor.
Las tierras se fueron vendiendo,salvo ese pequeño predio donde está la casa derruida y las tumbas
con sus lápidas:
“Ni una palabra de español”, rezan ambas.
En polaco
y en un guaraní un poco raro.
Esta historia me fue transmitida hace muchos
años, por Luciana P. , de origen polaco por ambas ramas de su familia. Me
pareció siempre maravillosa y le solicité autorización para escribirla. Tal vez
merezca una novela, una cuento mejor, pero quiero al menos dejar el relato de
los hechos tal como me fueron narrados por si alguno se le anima a más. Gracias Luciana.
Notas:
Zdradliwy
(polaco): traicionero
Pampa:vocablo quechua o aimara que puede traducirse como ‘llanura’, también pradera hierbosa. Se usó
en forma genérica para señalar enormes extensiones llanas en Amércia de
Sur.
Pampa del
Infierno:actual localidad de la Provincia del Chaco,
antiguamente paraje dentro del departamento de Napalpí. Allí en 1887 un grupo
de pobladores se arma para sostener la usurpación de tierras realizada contra
pueblos originarios, principalmente quomlek, dando lugar a la intervención del
ejército. Fue durante esta campaña que recibe ese nombre, debido a la falta de
agua, el calor y las condiciones extremas del lugar. Entre 1924 y 1927 se
inicia la colonización por decreto, destinando 54.000 hectáreas a colonia agrícola.
Todas estas medidas eran las que sostenían confusiones, engaños y ventas
legales como ilegales de tierras a los inmigrantes.
Árbol que
escupe:se refiere a la tipa o tipuana tipu.
Farma:Granja, chacra
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