La piadosa Señora S. ha fallecido hace algunos años. Y lo curioso del caso es que ha adquirido notoriedad justamente a partir de este hecho infausto.
La piadosa Señora S. era una mujer muy rica y extravagante, que tenía por costumbre dudar de todas las cosas de este mundo, variando continuamente de ideología, peso, talla, estados de ánimo, etcétera.
Igual que cualquier otra señora común, pero en un modo mucho más extremo.
Si ella aumentaba de peso algún deprimente invierno, no eran dos o tres o cinco kilitos de más. Eran 20 ó 30 ó 45 kilotes. Y lo mismo ocurría cuando bajaba de peso.
Razón por la cual, la piadosa Señora S. compraba mucha ropa. Y regalaba mucha ropa.
Así fue cuando falleció tan tristemente para todos y tan serenamente para ella, ya que al borde de la agonía pudo reconocer la firmeza perdurable de la muerte. Porque la piadosa Señora S. también acostumbraba mudar de estados de salud, pasando de la más envidiable y sana temporada en el Caribe al más oscuro y deleznable cáncer, para volver luego a otro periodo de sana displicencia, con el consiguiente asombro de médicos y curanderos, que se atribuían las repentinas mejorías pero nunca se atribuyeron las impredecibles recaídas.
Desde gripes y quemaduras a paraplejías y diabetes, por todos los estadíos pasó la señora S. a lo largo de su fructífera vida, en la que alternaba el trabajo humanitario con la actividad delictiva sin que se le notara la menor inquietud en el rostro.
Pero cuando decidió cambiar para siempre y estabilizarse, sólo pudo, pobrecita, hallar el único etado que garantiza tal decisión: se murió de muerte natural, es decir de una enfermedad cualquiera que la justificara.
Y así fue que comenzó la curiosa historia, pues aunque en vida podía considerársele todo un personaje, sufrió dela envidiosa indiferencia del resto de los mortales, que suelen tener por costumbre negar a los vivos las virtudes que reconocen en los mismos vivos ya muertos.
Y así fue como luego de llorar su repentino y demasiado pronta partida y de lamentarse por su falta, debieron emprender sus amistades la engorrosa tarea de poner en orden sus cosas para facilitar su total desaparición de este mundo.
Porque tal vez sea de alguna importancia destacar que la piados Señora S no tenía herederos y había legado todo, a último momento, cuando entendió que su férrea voluntad ya no le serviría para volver atrás, a los pobres. Lo que como se comprenderá, lo complicaba todo.
Hubo así extensas discusiones acerca de quiénes se considerarían como legítimos sucesores de la piadosa Señora S., las que llevaron casi un año.
De pronto aparecía alguno, que había sido muy desinteresadamente amigo de la piadosa Señora S en vida, y planteaba que si el era inquilino y no tenía casa alguna donde vivir, podía considerarse pobre frente a las innúmeras propiedades de la piados fallecida y así, heredar una de ellas.
Otro sugería con mucha lógica que, siendo vecino de toda la vida de la familia de la piadosa Sra S en tierras australes, donde la muertita había heredados miles de hectáreas, y considerando que sus campos no pasaban de una centena de tal unidad de superficie, era muy sencillo verificar su grado de pobreza respecto de esa cuestión en particular, y así reclamaba con énfasis y considerándose ajustado a derecho, se le otorgara la titularidad de las tierras que si ya eran improductivas, lo serían más con el riesgo de pasar al Estado. Y alegaba con el mayor convencimiento: “Porque convengamos que la tierra sin cultivar siempre será menos improductivas en manos privadas que en manos del Estado“.
Así, se formaron comisiones de negociadores y amigos, con la intervención de muchas partes, de familiares muy lejanos, tanto que ni siquiera habían conocido a la occisa, de compañeros de trabajo y aventuras, de la iglesia, por supuesto, ampliamente representada por diferentes órdenes y congregaciones, de vecinos y amigos ocasionales, ex-amantes, cuidadores de sus perros, porteros de edificios y toda la caterva que se enteró y logró anotarse.
El albacea de la piadosa Señora S estaba al borde de acompañarla en su nuevo estado de pobreza en el más allá, pero se negaba a renunciar, más por ambición que por lealtad, más por repugnancia frente a tanta desinteresada aparición de pobres que por responsabilidad, y trataba de acomodar a todos en innumerables comisiones de peticionantes, dejando que se destrozaran entre ellos con la secreta esperanza que da la persistencia en la tarea de ver caer los enemigos uno a uno y por sí mismos.
Un buen día, un grupo de solícitas mujeres pertenecientes a varios ambientes diferentes de confraternización con la difunta, aparecieron sugiriendo comenzar a vaciar las propiedades de la piadosa muerta, con el objeto de evitar que se deterioraran sus bienes muebles en manos de grillos y polillas, repartiendo todo lo que se hallara verdaderamente entre los pobres anónimos que pululan por las calles.
Hubo una serie de reuniones cruzadas a efectos de aprobar un reglamento de distribución entre todos, y unos dos meses después de la propuesta, la férrea voluntad del albacea se impuso y se inició una prolija limpieza de departamentos y casas y un exhaustivo y muy controlado reparto de ropas, zapatos, carteras, cubiertos, vajillas y todo lo que al amable lector que aún persiste en la lectura de este opúsculo, se le ocurra pudiera haber en aquellas casas, a excepción de todo objeto considerado valioso como joyas, cuadros y esculturas, las que fueron resguardadas bajo riguroso inventario.
Como la piadosa Señora S tenía por costumbre cambiar de peso a cada rato, en sus placares y cajones se hallaron ropas de todos los tamaños imaginables, desde XXXXL a SS, es decir de talla 68 a 14, para los que son más dados a indicaciones aritméticas y no se hallan con las alfabéticas.
Por lo que hubo para muchos, ya que no es posible decir para todos, con semejante universo heredero: los pobres.
Así fue como gente de todo tamaño recibió prendas de ropa y calzado de la piadosa Señora S, como para vestir por años.
En general los pobres suelen ser agradecidos frente a estos hechos y a veces, muy piadosos. Por lo que comenzaron a rezar por el alma de la Señora S en sus oraciones y hasta hubo quiénes le encomendaron ser su inermediaria frente a peticiones, que por lo sencillas y nada pretenciosas, se cumplían puntualmente. Con lo que comenzó a correr el rumor acerca de la santidad y benevolencia aún en el más allá de la piados señora S que se dignaba conceder no sólo sus más queridas prendas, sino también alguno que otro favor a los humildes que así lo pedían.
Luego se iniciaron algunos rituales en relación a cómo deberían pedirse los favores y qué colores de velas debía prenderse para su alma y demás. Esta reglamentación, a despecho de muchas opiniones científicas sobre la imperiosa necesidad humana de crear símbolos para todo, surgió de los primeros fracasos en la resolución de cuestiones planteadas por los peticionantes. Ante el peligro de la pérdida de la fe, lo que resulta sumamente engorroso y antieconómico por la cantidad de bienes, insumos, energías y palabras que se necesitan para reemplazarla, los feligreses más sabios señalaban: “Ah, pero lo que pasa es que usté no ha pedido como se debe… por eso no se le cumple”.
Y lógicamente, eso trajo rituales.
Y la necesidad de una imagen a la que ver, porque los humanos somos así, que necesitamos ver para creer. Y así nos va yendo.
Entonces, comenzaron a circular imágenes de la piadosa Señora S por todas partes.
Claro que los beneficiarios de todos sus dones terrenos y celestes desconocían la verdadera imagen de la piadosa Señora S.
A decir verdad, ella misma la hubiera desconocido, ya que tanta veces la cambiara a lo largo de la vida. Comenzó así una búsqueda exhaustiva de imágenes de la nueva deidad, a la que ya no sólo le dirigían sus rogativas los primigenios beneficiarios de sus prendas, sino también cualquiera que se enteraba de la eficacia real o supuesta de su intercesión espiritual.
Con algunas pocas fotografías rescatadas y descripciones de algunos desconocidos que aparecían repentinamente como cercanos amigos de la difunta, se fueron reconstruyendo las imágenes.
Aquellos que pesaban más de cien kilos, se inclinaban por una especie de matrona voluminosa, sonriente y plácida, como si recién acabara de comerse una torta de chocolate.
Los que pesaban menos de sesenta, la imaginaron delgada, de ojos elevados al cielo, etérea y pálida, en un estado de éxtasis que sólo la hambruna puede permitir.
Luego había intermedias, según que los promotores de la misma lucieran amplias caderas y cuerpos con forma de botella, o tuvieran aspecto de pollo, con caderas pequeñas y pechos voluminosos.
Las había rubias, castañas y morochas, todas de piel blanca, eso sí. Pecosas, narigonas, ñatas, de ojos café, azules, verdes, hasta violetas, cachetudas, sumidas, de cejas finas o gruesas, de frentes amplias o flequillo, de mentones largos o papadas gruesas, pero todas rosadas o amarillentas, ninguna morena.
Y no faltó quien la representó con una pierna más corta debido a una serie de prendas de vestir asimétricas de una famosa colección, que sólo a ella podían gustarle y además quedarle bien.
Las imágenes eran disimiles pero todas eran la piadosa Señora S. porque así lo habían decidido sus fieles seguidores.
Y como sólo se le rezaba en altares privados, para evitar degastantes disputas con el curato, nunca hubo discusiones acerca de la verosimilitud de cada una de las representaciones. Era harto conocida por la opinión pública interesada en el tema que la piadosa Señora S. había pasado a lo largo de su vida terrena por los más variados estados físicos, razón por la cual nada importaba de qué modo se la imaginara. Todas las figuras eran posibles y verdaderas.
Y así fue como se inició el mito de la piadosa Señora S, que sería en la muerte como en la vida: voluble y cambiante, generosa y prescindible, perdurable en su mutabilidad continua, impredecible.
El resto de sus bienes? Aún están discutiendo su distribución más equitativa.
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