viernes, 5 de marzo de 2010

Haciendo cola para sacar entradas

Era una típica fila de estos tiempos, retorcida y apretada como un intestino dentro de la panza. Como el cerebro en la cavidad craneal.
Los nuevos licenciados en Ciencias Blandas, especialidad en Acomodación de Gentes en Espacios Públicos, aprendían de la burda naturaleza los conceptos de economía y eficacia.
La gente se enrollaba como una serpiente neurótica, siguiendo un laberinto de cintas indicadoras y de carteles sostenidos sobre elegantes pies de metal plateado, como percheros sin perchas, apenas unos rectángulos amarillos en los que siempre había una flecha indicando la derecha y un criterio que determinaba si un o debía o no seguirla.
La fila comenzaba en la vereda y entraba compacta por la puerta del edificio. Y por tres metros seguía así. Allí aparecía el primer cartel amarillo con su flecha roja, que decía: “Si usted siente vértigo ante la profundidad, vaya a la derecha”.
Allí había gente que dudaba y se desprendía de la fila para formar una nueva; a la derecha. Algunos se mostraban más decididos: eran los que especulaban con la ventaja de ser los primeros de “su” fila en lugar de hallarse en medio de la fila general. a esos les importaba más el lugar que ocupaban que el sitio al que se dirigían y los acomodadores solían mirarlos con lógico desprecio.
Luego seguía el laberinto unos metros más y aparecía el segundo cartel: “Si usted tiene menos de 90 cm de busto o menos de 20 cm de pene, puede seguir a la derecha”. Era una invitación, más que una imposición.
Se desprendían, a veces, algunas mujeres enfurruñadas por su incapacidad para mentir y demostrar que podían quedarse en la fila general. No se recuerda haber visto hombre alguno que desviara en aquella flecha; salvo uno al que su mujer empujó de mala manera un miércoles por la tarde con gesto amenazante. El hombre apenas si se repuso e intentó regresar, pero un dejo de dignidad lo detuvo, la miró con odio mortal y se puso a conversar con una chica tipo tabla de planchar acerca de aquellas flechas indiscretas. Ninguno de los dos mencionó para nada a la gordísima esposa que se quedaba en la fila principal, mientras algunos de los que presenciaron el hecho se preguntaban qué sucedería cuando todo terminara y debieran regresar a la vida normal y a la casa en común.
A continuación, la fila daba un par de vueltas sin desprendimientos, y aparecía un nuevo cartel, el tercero, que decía: “Si a usted la falta de perspectiva nunca le ha molestado, siga a la derecha.”
Allí se producían nuevas vacilaciones y consultas con los jóvenes de uniforme amarillo y rojo, con birrete a rayas y ancha sonrisa en la cara, puestos ex profeso porque se había detectado que resultaba una de las elecciones más difíciles de aceptar. Así, en muchos casos debían definir el concepto de “perspectiva”, o explicar los síntomas de la falta de perspectiva y también del desinterés por la misma. En general, estaba ya analizado, el cincuenta por ciento de los que dudaban y, por ende, preguntaban, terminarían doblando a la derecha. A veces más.
El cuarto cartel era el anteúltimo y había que detenerse a leerlo porque el texto era algo más largo que en el resto. La verdad, es que allí los organizadores se jugaban el todo por el todo y los de la fila también. Decía, con letra más pequeña y apretada: “Si a usted le molesta el olor de sus vecinos de fila, si odia ir por donde van todos, si siente la necesidad de ser original y diferente a toda costa, si no soporta ser del montón, siga a la derecha”.
En rigor de verdad, debe decirse que allí se producían unos cuantos desprendimientos. Por snobismo o por sinceridad, por caer en la cuenta repentinamente de los olores circundantes -en verano sobre todo-, o por llamar la atención, el tema era que una cantidad importante giraba a la derecha y abandonaba la gruesa fila general.
El último cartel estaba era diferente, pues las flechas señalaban en la dirección contraria; estaba en el último recodo izquierdo del sendero y decía: “Si usted aún tiene dudas de su pertenencia a esta fila por cualquier motivo que sea, o siente la necesidad de girar a la derecha, todavía puede hacerlo siguiendo las flechas hacia la izquierda.”
Era una salida invertida, como se comprenderá, que daba una gran voltereta para terminar acoplándose a la fila selecta de los que habían ido saliendo a la derecha en cada cartel. No eran pocos los disconformes, con caras neuróticas y preocupadas, quejosos de la insoportable espera en la fila general, ansiosos por llegar al final sin cumplir los pasos previos, indecisos respecto de sus verdaderos objetivos, los que doblaban a la izquierda de la fila general, que era como decir la izquierda de la izquierda de todas las demás filas, para reunirse finalmente con los que se hallaban a la derecha, más allá o más acá, pero a la derecha.
Resultaba interesante ver el modo en que se insertaban en las diferentes filas de la derecha, con qué temores y excusas, qué gestos angustiosos y aparentemente agresivos, qué horrible sensación de inconformidad no resuelta a la que se agregaba el no poder volver atrás, ya fuera por amor propio o por miedo, o porque el tránsito se volvía complicado y se perdía el rumbo.
A pesar de todo, un porcentaje pequeño de estos que salían por izquierda para acumular las filas de la derecha, al sentir aquellas feas contradicciones que les provocaba no reconocerse como el “usted” de ninguno de los carteles, se salía de las filas y volvían a la calle para volver a engrosar la fila general. Actitud meritoria, si las hay, la de reconocer las equivocaciones y volver a empezar, aunque eso retrase un poco la llegada a la meta.
Más allá del último cartel, se abría un espacio de apenas dos metros de largo, con cinco bocas: cuatro más anchas para la fila general y una más pequeñas para las filas de la derecha. Sin embargo, éstas últimas desembocaban en un corredor común a todas ellas, pero separado por cintas de control, del espacioso hall donde desembocaba la mayoría.
Enfrente estaban, visibles desde todas partes, las boleterías: para los de la fila general había cuatro boleterías para ver la película en 3D; para las cuatro filas de la derecha, había una boletería en la que se vendían entradas para la misma película, pero en 2D.
Cabe destacar que los boleteros de la izquierda no tenían tregua, trabajando a un ritmo enloquecedor. Los boleteros de la derecha tenían un ritmo más descansado, dada la menor afluencia de gente, y así podían incluso observar y teorizar sobre los errores de sus compañeros de la izquierda, lo que era recogido por los supervisores para redactar luego reglamentos generales para todos. De más está decir quiénes salían beneficiados y quiénes perjudicados con aquellos reglamentos aparentemente objetivos, cargados de tendenciosidad de los de la derecha.
Si algo puede agregarse como un dato más, es la diferencia de tono entre una y otra sala de proyección. Los de la fila general ingresaban a las salas bulliciosamente, discutiendo entre sí el valor y deber de dar propina a los acomodadores, comprando kilos de pochochos y vasos de gaseosa con hielo, anticipando la película a los gritos, discutiendo por los asientos, pensando como robarse los anteojos 3D que jamás les servirían para nada que no fuera contar cómo se los robaron…
En fin, era una masa alocada que terminaba acomodándose compactamente y que recién a los cinco minutos de iniciada la proyección empezaba a prestar atención, tal vez más, con la lógica desesperación de los proyeccionistas que se preguntaban si no se habrían equivocado de peli. Luego, solían reírse compactamente, llorar a veces y extender por la sala una emoción indetenible y terminaban aplaudiendo ruidosamente. Al salir, se prometían a sí mismos que jamás olvidarían aquello, lo que solían no cumplir hasta que las cosas se ponían de verdad difíciles y recordar la película vista en común, les ayudaba a reconocer en qué fila debían pararse para la próxima función.
En las salas de la derecha había poca gente, se podían elegir los asientos, los puntos de vista, hasta el compañero de al lado. Las gentes entraban medrosamente, escandalizadas por los barullos de los que desembocaban en las salas del 3D, silenciosas, aprensivas y conversando acerca del valor de mantener las tradiciones: el cine nació plano y así debía seguir, qué sentido tenía agregar otra dimensión? Generar el caos y pretender ser parte de algo de lo que jamás se podría ser parte. Transgredir y subvertir los valores: uno vive en 3D y ve películas en 2D, así lo hicieron los abuelos y los padres y no hay por qué cambiar las cosas… Esto de meter en otra dimensión a la gente traería gravísimas consecuencias futuras y nos aparejaría terribles problemas con el resto del mundo y...Etcétera.
Un solo vendedor de pochocho y bebida, abastecía las cuatro salas con cara de desesperación: sabía que vendería poco. Eran amargos y estaban siempre a dieta, se quejaban de los precios, jamás daban propinas y siempre se sentían maltratados, decían los empleados. Nadie quería ir a atender o a vender a las salas de la derecha, así que la Gerencia se vio obligada a mandarlos a todos por riguroso turno, para evitar conflictos gremiales.
Además, habían exigido que hubiera botellas de agua gratuitas en sus salas. Había una sospecha general que producían pérdidas en todos los sentidos, pero muchos de ellos tenían parientes accionistas en el complejo cinematográfico y eso impedía que las cosas cambiaran definitivamente.
Luego comenzaba la película en las dos salas y ¡qué se puede decir?
En fin, que una cosa es ver la vida en 3D y otra es verla como una película chata, no?
Y eso hace toda la diferencia.

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