Cuando yo escribía en la casa todo escribía. La escritura estaba en
todas partes. Y cuando veía a los amigos, a veces no acertaba a
reconocerlos. Hubo varios años así, difíciles para mí, sí, diez años
quizá, quizá duró diez años. Y cuando amigos incluso muy queridos
acudían a visitarme, también era terrible. Los amigos nada sabían de mí:
me apreciaban y acudían por gentileza creyendo que me hacían bien. Y lo más extraño era que no me importaba.
Eso
hace salvaje la escritura.
Se acerca a un salvajismo anterior a la
vida. Y siempre lo reconocemos, es el de los bosques, tan antiguo como
el tiempo. El del miedo a todo, distinto e inseparable de la vida misma.
Uno se encarniza. No se puede escribir sin la fuerza del cuerpo. Para
abordar la escritura hay que ser más fuerte que uno mismo, hay que ser
más fuerte que lo que se escribe. Es algo curioso, sí. No es sólo la
escritura, lo escrito, también los gritos de las bestias de la noche,
los de todos, los vuestros y los míos, los de los perros. Es la
vulgaridad masificada, desesperante de la sociedad. El dolor; también es
Cristo y Moisés y los faraones y todos los judíos, y todos los niños
judíos, y también lo más violento de la felicidad. Siempre, eso creo.
Nunca descubriré por qué se escribe ni cómo se escribe.
Fragmentos extraídos del libro ESCRIBIR, de MARGUERITE DURAS.
Traducción de Ana María Moix. Colección Fábula. Tusquets Editores.
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