viernes, 23 de octubre de 2009

Un piedrazo en la ventana...


He crecido soñando con tener un mirador.

Una pequeña torre transparente, desde la cual mirar el horizonte, más allá del río y de la isla, más allá de las pampas y del mar.

Pasé muchos años trabajando para llegar algún día a sentarme en aquel mirador transparente y seguro, a contemplar las bellezas de este mundo. Y por las noches, las de otros.

Tuve que salir a las calles, siempre con la idea del mirador instalada firmemente en mi cabeza, a ganarme el pan con el sudor de mi frente. Pasé años de batallas sudorosas, en las que conocí mucha gente amable y llena de vida, personas que tenían en su cabeza, como yo, un sueño firmemente claveteado y en espera.

Y todos trabajaban afanosamente para llegar hasta su pequeño sueño propio.

En medio de todas aquellas andanzas aprendí muchas cosas: que hay mucha gente que sufre bastante más que yo.

Que algunos apenas si pueden soñar con comer caliente y dormir sin pulgas y ese es todo su horizonte y su deseo, y a veces mueren sin poder cumplirlo.

Que algunos necesitan el alcohol para poder soñar que viven como personas decentes y que son tratadas con dignidad.

Que muchos menos de los que somos, tienen sueños pequeñitos, individuales, de riqueza y poder, que consideran los únicos sueños válidos y desprecian los sueños de los otros, y a veces hasta los destruyen con su egoísmo y olvido.

Aprendí que hubo una época de grandes sueños colectivos, y el demonio del insomnio y la vigilia de mercado lo destruyó en la cabeza de las gentes, reemplazándolo por montones de estúpidas ensoñaciones, plagadas de objetos que prometían la eterna felicidad a sus poseedores, pero que se envejecían no bien pasaban de sueño a realidad.

Vi por allí miseria, dolor, estulticia, ignorancia, egoísmo que no conocía ni imaginaba. Y aprendí de las víctimas de todo ello, mucho heroísmo, la persistencia para sobrevivir, el costosísimo precio de sostener los principios y la solidaridad, el esfuerzo para no dejarse arrastrar por la marea de mentiras que prometen bienestar a cambio de olvidar que ese bienestar está sostenido en el malestar de muchos otros.

Finalmente, logré construir mi pequeña torre de cristal.

Bella y simple. Nada ostentosa. Apenas un balcón desde el cual mirar la vida y descansar, ya envejecida, de todos los duros trabajos que la vida nos impone a los honrados soñadores.

Creía yo, ingenuamente, que mi torre era tan bella pues gozaba de la virtud de no estar manchada con la sangre de mis hermanos. Estaba convencido de que la había conseguido como premio a mi esfuerzo y que si había tardado años en hacerlo, no se debía a mi incapacidad, sino a mi férrea convicción de que no valía la pena construir una bella torre de cristal sobre el sudor y la miseria de otros.

Ahora estoy aquí en el mirador y llueve.

Es muy hermoso oír la lluvia sobre los vidrios del techo. Y también es hermoso ver el ocaso y el amanecer. Uno se inspira y se llena de las mejores ideas frente a la magnificencia de la naturaleza, el silencio poblado de pequeños sonidos naturales, como el crujir de las maderas, el canto de algún pájaro, las hojas de los árboles sacudidas por el viento.

Es muy hermoso saber que he trabajado para alcanzar mi sueño sin lastimar a nadie.

Y sin embargo...

Desde hace algunas horas me he dado cuenta que desde aquí arriba, también pueden verse, si uno mira bien, las casuchas de cartón y lata recortadas en el horizonte, rodeadas con sus zanjas de agua sucia y sus calles polvorientas, sus ratas recorriendo la basura, las bolsas plásticas volando con el viento.

Y desde hace algunas horas, he vuelto a memorar las sensaciones corporales de vivir en ellas.

Y sé que tal vez la piedra que ha roto mi ventana esta tarde, hace apenas algunas horas, dejando ese agujero enorme y redondo como un sol mal dibujado, con sus rayos saliendo para cualquier parte y de cualquier tamaño, me agujereó también el olvido, para que recuerde la mucha rabia y la mucha tristeza que se amontona afuera.

Y que no habrá mirador que me aleje de ellas, pues por alto que me siente a aspirar el aire, el humo putrefacto de las injusticias y las miserias sigue intacto, y sube hasta mi balcón y hasta mucho más arriba. No puede dejar de fermentar, no le dejan apagarse, cada día se echa más y más combustible humano a la masacre, que se quema en el dolor y deja residuos horribles.

Por el vidrio roto, apenas se filtra un hilo de lluvia pudibunda.

Hace apenas algunas horas, ese agujero me trajo otra vez dolor y tristeza. Sentí pena de mi misma: yo no hice nada para merecer esto. He luchado codo con codo con el resto para alcanzar mi sueño. No robé, no maté, no hice nada más que trabajar. ¿Por qué a mí?

Me sentía como el león que en la selva vive de acuerdo a las leyes que rigen toda vida, y un día es brutalmente golpeado por una bala en la cabeza: ¿por qué a mí?

Como una torpe ballena gozosa que grita esperando su pareja, y su canto la traiciona y atrae unos feos pescadores que la destrozan de a poco y la sube a bordo en pedazos, pues de otra manera no podrían con tanta vida: ¿por qué a mí?

Me repetía “yo no hice nada, yo no hice nada”. Y de tanto repetirlo, me di cuenta que era cierto. Sólo construí mi torre, solitaria y aburrida, en medio de tanto dolor. Indiferente, la torre. Bella apenas por comparación con la fealdad de alrededor.

Entendí que no era “a Mí”.

Apedreaban su propio horror, para ahuyentarlo, para que los abandone por un rato. La torre de cristal es nada más que una excusa, no importa de quien sea, no importa si mi comportamiento ha sido escandalosamente corrupto o apenas estúpidamente negligente, la torre está allí para decir que uno más se olvidó de los sueños colectivos de bienestar compartido. No importa cómo la obtuve ni qué precio pagué para ella: me olvidé del resto.

A veces extraño la calle, la gente con sueños firmemente claveteados en la cabeza, la gente que anda buscando una bandera para convertirla en sueño, la gente que huele mal, que no es transparente, que tiene una belleza que siempre hay que descubrir, que no se ofrece de primera mano.

La torre ya no significa mucho.

Diría que no significa casi nada, si no fuera por el piedrazo en la ventana que me recuerda el mundo fuera de ella.

A veces pienso que las torres transparentes y seguras están muy bien como sueños eternos, pero que lo que importa es todo lo que hacemos para poder construirlas. Y los piedrazas en los cristales, para que recordemos que el mundo sigue girando y la tristeza no se acaba porque dejemos de mirarla.

Y ahora pienso que yo no soy el propietario de la torre.

Yo soy ese que alguna vez fue feliz con los otros, con un sueño fuertemente claveteado en la cabeza, peleando por hacerlo realidad, pagando su precio en trabajo y compañerismo.

Y pienso que siempre podría volver a serlo, porque ese que fui entre los otros, es lo que soy en verdad. Bastó una piedra en la ventana para ponerlo en claro.

Este ridículo viejo que mira el horizonte pretendiendo olvidar el mundo que lo ha construido, es apenas el residuo que ha dejado la acción del tiempo de todo aquello que fui y que aún soy.

Felizmente, hay piedras voladoras para despertarlo a uno cuando se duerme más de la cuenta.

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