martes, 15 de diciembre de 2009

La estupidez no tiene remedio (II)


(y encima, es infinita...)

Hace algunos años, prestando servicio en una escuela inserta en un barrio muy carente de todo y por entonces muy olvidado de la mano de dios y los gobernantes (ahora no sé cómo estará, porque hace años que no ando por allí), hubo una epidemia de sarna que amenazaba con enloquecernos a todos y dejarnos sin uñas sobre los dedos. Básicamente, las condiciones precarias de higiene en que la gente del barrio se veía obligada a vivir, incrementaba las infecciones de las heridas y amenazaba con convertirse en algo mucho peor que sarna.

El Centro de Salud no reunía suficiente cantidad de medicamentos, nunca recibía de acuerdo a la demanda, y en particular, casi nada para algo tan común como la sarna o los piojos.

Así que nos vimos otra vez obligados por la realidad a reemplazar trámites burocráticos por acciones solidarias y organizamos una campaña para reunir remedios. Fue muy interesante el modo en que los objetivos se lograron, pues una de las maestras tomó contacto con un grupo de bailarines de tango solidarios de la Ciudad de Buenos Aires, quienes se ofrecieron para organizar un espectáculo en un lugar céntrico sobre la base de la campaña solidaria. Ellos mismos reunieron muchos medicamentos y ropas en la Capital y luego se lucieron maravillosamente bailando el tango en un amplio y lujoso salón ofrecido por el Centro de Comerciantes de la ciudad. Todos los habitantes del barrio sin sarna aún, trabajaron toda la noche atendiendo la cantina y las mesas, para reunir una interesante cantidad de medicamentos y dinero para adquirir más.

Fue una noche de revelaciones y de reconciliación con la vida.

Recuerdo que en la semana siguiente hubo que comprar las cremas para la sarna y los analgésicos y antibióticos que siempre resultaban escasos en el Centro de Salud y eso implicaba tomar decisiones.

¿Potes grandes más económicos o pomos pequeños más fáciles de distribuir, pero más caros?

¿Entrega a cada familia o resguardo en el Centro o la Escuela de los potes abiertos para compartir entre varias familias?

Finalmente, se resolvió lo que parecía mejor, que tal vez no era lo ideal. Pero lo ideal está sólo en la cabeza de Mirta, de Su, de Marcelito o de Lilita, que jamás se ven en esas situaciones y siempre tienen algún detalle que criticar sobre lo que deciden otros. Desde sus mesas enmanteladas, sus livings llenos de flores y sus campos alambrados.

La decisión fue comprar envases grandes, que era lo más barato, para estirar mejor la plata, dentro de los parámetros farmacéuticos que los médicos indicaran a la enfermera, para no errarle.

Y así se hizo: el pomo enorme de antisárnico se pasaba de una familia a otra, controlándose y respetándose los ciclos de tratamiento. No se desperdiciaron remedios, ninguna familia mostró actitudes egoístas y nadie planteó su mayor derecho por haber trabajado más para adquirirlos.

Hubo controles cruzados de higiene de viviendas y ropas, y con extrema cautela y dulzuras, las mujeres se sugerían los mejores modos de acabar con la epidemia en cada hogar, ayudándose unos a otros, ya que hubo que quemar colchones y reemplazarlos por otros, compartir el jabón y muchas otras pequeñas actividades que resultarían tediosas a quién lee, aunque sin duda muy instructivas acerca de las diferencias de calidad de vida que persisten en nuestras sociedades tan tecnologizadas.

En dos meses casi eliminamos la sarna. Casi, pues aquel barrio linda el basural y muchos chicos y grandes viven de cirujear en aquella cava llena de inmundicias. Y en este caso, para eliminar la sarna, hay que eliminar el basural, más que a los perros.

No sé como habrán afrontado mis vecinos de aquel barrio la epidemia de gripe de este invierno.

Sin embargo, el indignado cronista del canal 26 informó una mañana cómo se vivía en Olivos.

A diferencia de los pobres del basural, que no tienen más que a sí mismo, y a veces ni eso, pues se pierden como cualquiera, algunos vecinos de Olivos tienen más que a sí mismos. Tienen poder adquisitivo. Tienen plata. Tienen hospitales, clínicas, farmacias, tarjetas de crédito, efectivo, obras sociales, prepagas…

Por suerte, tienen todo eso y más, todo eso que uno quiere que tengan todas las personas para que haya paz en la tierra.

Por desgracia, también tienen demasiado a miedo a perderlo.

No son los únicos. Hay gente con esa suerte y esa desgracia distribuida por diferentes barrios y localidades: Por eso me parece pertinente aclarar que no tengo nada personal con los vecinos de Olivos, pero el cronista mostró ese lugar para comentar que habían vuelto los saqueos.

¿Saqueos?

Sí. Saqueos en farmacias de los barrios pudientes.

¿Cometidos por los que no tienen cómo comprar medicamentos?

No, por personas con poder adquisitivo que compraban Tamiflú de a diez cajas y alcohol en gel por toneladas.

Ante los intentos de restricciones por parte de los empleados farmacéuticos, amenazaban con llevarse todo sin pagar. Gente que se peleaba por el alcohol y los antivirales ante las cámaras, agitando tarjetas y dinero en efectivo y exigiendo que le dieran “más” porque podía pagarlo.

Se podría decir que no era un saqueo porque estaban ofreciendo pagar a cambio. Sin embargo, a ninguna de esas personas que se disputaban el privilegio de engordar los activos de los laboratorios farmacéuticos, les importaba un comino, en ese momento de pánico, la distribución social de los medicamentos.

Vergonzoso.

Es cierto que se vive un clima de inseguridad: con gente así uno no puede estar seguro de que recibirá la porción de la torta que le corresponde, pues ellos siempre quieren más y más.

Tan idiotas en la defensa de “su” seguridad sanitaria, que no pudieron darse cuenta que lo que adquirían a precio oro y por la fuerza en cantidades exageradas, no podía frenar ninguna epidemia o pandemia declarada de gripe.

Tan estúpidos que no podían reflexionar acerca de la manera en que una epidemia mata.

Tan egoístas que ni siquiera pensaron en sí mismos, pensando en todos.

Ese pánico absurdo tuvo como origen inmediato la campaña mediática abusiva acerca de la supuesta “pandemia”. Como sustrato más profundo, el miedo a perder, el horror de darse cuenta que frente a ciertas cosas la plata no sirve, que los parámetros por los que se rige la vida cotidiana, se vienen abajo y uno se deja de ser un/a señor/a importante para convertirse en un vulnerable mortal.

Algunos se intoxicaron con antivirales mentirosos.

Otros, no dejaron bacteria viva en su cuerpo y su casa, ni buena ni mala, a fuerza de alcohol en gel.

Ninguno resolvió nada en absoluto.

Ni para sí, ni para el colectivo.

Sólo hicieron aquel papelón, registrado apenas por una cámara, un noticiero, y que apenas yo recuerdo. Por alguna razón inconfesable, no se manijeó durante días como otros hechos de inseguridad.

Por suerte la epidemia no duró mucho. Fueron apenas algunos días de pánico y estupidez y luego las cosas retomaron su rumbo.

Sin embargo, no pude menos que recordar la sarna del basural viendo en la tele a los señores de gruesos sobretodos de paño arrasando góndolas y discutiendo con cajeros y otros clientes.

O mejor, no pude menos que comparar las actitudes de los unos y los otros frente a las desgracias que nos llegan. El modo en que unos y otros resuelven los problemas y toman las decisiones.

No pude menos que reflexionar acerca de la inseguridad, otra vez. Quiénes la originan con sus temores, sus egoísmos, sus estúpidos sentimientos de superioridad social y racial.

La solidaridad es un sentimiento que surge en los mamíferos y se desarrolla en los primates superiores. Es un escalón superior del instinto de supervivencia: salvarse en la salvación de todos, en la generación de condiciones y reglas que permitan asegurar la sobrevida de la mayoría, protegiendo esencialmente a los más débiles, garantizando que los más jóvenes puedan llegar a la edad adulta y reproducirse.

El ser humano ha regresado a su etapa reptiliana y se devora a sus hijos como un cocodrilo.

A diferencia de los reptiles, tiene siempre a mano autojustificaciones para hacerlo.

Pero esa capacidad que le da el lenguaje, no lo hace mejor. Por el contrario.

Habría que ver cómo reaccionaría un cocodrilo al que se le otorgara la gracia de tener conceptos para nombrar las cosas y eternizarlas, sistemas de ideas para juzgarse a sí mismo. Seguramente dejaría de comerse a los cocodrilitos y se moriría de vergüenza frente a su egoísmo exacerbado.

Pero en las zonas residenciales para gente con poder adquisitivo, no viven cocodrilos autoconcientes con sentido ético.

Al menos, nadie ha visto a ninguno…

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